Pues yo pongo este libro...es el comienzo...suerte

Dunphy estaba acurrucado bajo las sábanas, medio despierto, dándole la espalda a Clementine. Notaba el frío que reinaba en la habitación, fuera de la cama, y más que ver, intuía la luz gris que apenas se filtraba por las ventanas. No tenía ni idea de la hora que era. Por la mañana temprano. O puede que última hora de la mañana. O tal vez fuera ya por la tarde. En cualquier caso, era sábado.
Murmuró algo respecto a levantarse y se quedó escuchando a ver qué le respondía ella. -Mmm -murmuró Clementine. Luego arqueó la espalda y se dio media vuelta-.
Duerme.
Dunphy se incorporó y se sentó en la cama; gruñó y parpadeó varias veces para despejarse. Sacó las piernas por un lado de la cama, se frotó los ojos para librarse del sueño y se puso en pie. Clementine gimió y ronroneó a su espalda, mientras él, tiritando, pisaba el frío suelo de la habitación y se dirigía al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes y se enjuagó la boca. Luego juntó las manos formando un cuenco y las llenó con agua del grifo; bajó la cabeza y sumergió la cara en agua helada.
-Santo Dios -exclamó con voz ahogada; luego repitió la operación.
Respiró profundamente y sacudió la cabeza de un lado a otro.
El hombre que se reflejaba en el espejo contaba treinta y dos años, tenía los hombros anchos y las formas angulosas. Medía uno ochenta y cinco, y tenía los ojos verdes y el pelo negro y liso. Sus propios ojos le devolvieron una mirada brillante desde el espejo cuando, chorreando agua, cogió una toalla y metió la cara entre las letras bordadas en la tupida felpa. «Dolder Grand.»
Eso le recordó que había prometido a Luxemburgo que enviaría un fax a Crédit Suisse para hacer algunas averiguaciones sobre cierta transferencia telegráfica que se había extraviado.
No valía la pena afeitarse. Era fin de semana. Podía ir al trabajo haciendo footing, enviar el fax, resolver algunos asuntos pendientes y coger el metro con el fin de regresar a casa a tiempo para la hora de comer. Volvió a entrar en el dormitorio, sacó una sudadera raída de la cómoda y se la puso.
Clementine permanecía en posición fetal, con las sábanas y las mantas amontonadas de cualquier manera por encima de las rodillas. Tenía una expresión irónica mientras dormía con los labios ligeramente entreabiertos. Dunphy se detuvo un momento en medio de la fría y tranquila habitación, embelesado por aquel cutis inmaculado, por aquella piel tan blanca, con algunas pinceladas rosadas, que quedaba enmarcada por una cascada de rizos oscuros.