Eso presupone que los países tienen un "dueño"... Menos mal que no dice (al menos no explícitamente) que todos tienen que ser WASP.
Si me toca quedarme una temporada en UK (Alá no lo quiera), los domingos comeré Roast beef y no haré paella...

Y como vea a alguien celebrar Halloween en España, le llevaré a un cementario para que honre a sus muertos y a los míos...
PD: Sobre los tipos que fundaron la nación, seguro que se refiere a los aborígenes y no a los británicos que llegaron siglos después..
Sigue tocho infumable de un venezolano hablando sobre un libro

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domingo 4 de febrero de 2007
La cárcel del fin del mundo Robert Hughes
La costa fatídica. La epopeya de la fundación de AustraliaGalaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2002
Título original: The Fatal Shore
Traducción de Ángela Pérez y José Manuel Álvarez
727 páginas
Hace unos años se corrió la voz de que Australia necesitaba gente. La lejanía no parecía ser demasiado problemática; el país-continente lucía ansioso por regalar oportunidades, con generosidad impensable en la vieja Europa o el soberbio norte.
Luego se mudó la embajada australiana de Venezuela, pero aún así algunos han continuado los trámites y han seguido yéndose hacia allá, quién sabe con qué expectativas en la cabeza aparte de las imágenes de la Ópera de Sydney o el tierno koala aferrado al eucalipto.
La pregunta es si esos jóvenes emigrantes de hoy están al tanto de que poco más de 200 años atrás otros, como ellos, cruzaron el mundo para ir a parar a aquella enorme mancha de tierra rojiza en los mares del sur. Con la diferencia de que, en lugar de un boarding pass, varias maletas y un esperanzado entusiasmo, iban encadenados, medio muertos de hambre, sometidos a toda suerte de enfermedades y expulsados de su país por varios años, hacia un entorno totalmente desconocido, por haber robado unas verduras o falsificado un cheque.
Australia fue fundada como una prisión, como un gigantesco campo de concentración y a veces de exterminio, con el propósito de sacar de Gran Bretaña a lo que las élites consideraban una “clase delincuente”, un estrato entero de la sociedad que se concebía irrecuperable, perverso, crónicamente pernicioso. Una clase compuesta por hombres envilecidos y violentos, pero también por mujeres, ancianos y chicos, todos juzgados y tratados como criminales.
Es una historia terrible, pero fascinante, que nació con una leyenda clásica: la idea de que una gran masa continental debía extenderse por el ignoto sur para compensar el peso de las tierras conocidas del norte. En la era de oro de las exploraciones varias potencias compitieron por encontrarla, en viajes que rozaban el inmenso país sin toparse, sorprendentemente, con él, hasta que en 1770 el capitán James Cook atracó cerca de lo que hoy es Sydney, en un lugar que fue bautizado como Bahía Botánica. No exploró lo que había detrás de esa ensenada; tan sólo se limitó a constatar, para la gloria de Inglaterra, que la terra australis si existía y que habría de ser británica, no francesa ni holandesa.
Ningún blanco volvió a pisar ese territorio habitado por unas cuantas tribus aborígenes que, aunque llevaban allí unos 30.000 años y poseían un complejo imaginario oral, no construían viviendas, eran completamente nómadas, andaban desnudos y manejaban pocas herramientas más allá de lanzas y boomerangs.
Los ingleses no sabían nada de lo que luego se llamaría Australia. Apenas, que estaba ahí y era “suya”. Pero eso no impidió que cuando en los años siguientes, mientras se independizaban sus colonias en América del Norte y se acendraba el debate sobre qué hacer con la delincuencia en Inglaterra, la idea de usar el nuevo territorio en las antípodas como un depósito de convictos fuera abriéndose camino, aunque siempre tuvo opositores.
En las Islas Brumosas la situación era insostenible: por un lado las leyes eran lo suficientemente estrictas como para que la más pequeña falta llevara a cualquiera a la cárcel o la horca; por otro, la miseria y la desesperación de la inmensa mayoría producía crímenes todo el tiempo: el robo de unas manzanas, de un par de medias, de una vaca. Las cárceles estaban tan llenas que se usaban viejos barcos para encerrar presos en las riberas del Támesis. Era el infierno en la tierra: Dickens no tenía nada que exagerar.
Así que, tras una justa en los círculos de poder, la primera flota con presidiarios salió hacia Bahía Botánica en mayo de 1787, para llegar en enero del año siguiente. Llevaba 1.030 personas, de las que 548 varones y 188 mujeres eran presidiarios; el mayor, una mujer de 84 años, y el menor, un niño de 9, ambos “ladrones”.
Robert Hughes escribe que “a lo largo de todo el periodo de deportación de presidiarios, la Corona envió a Australia en condiciones de servidumbre a más de 160.000 hombres, mujeres y chicos (...) Inglaterra esbozó en Australia el Gulag, ese fresco de represión mayor y más terrible aún de nuestro propio siglo. Ningún país ha tenido un origen comparable”.
Hughes es un intelectual australiano que se estableció en Nueva York en los años 60 y se hizo un célebre crítico de arte. En los años 70 se dio cuenta de que tanto él como la mayoría de sus connacionales sabían muy poco sobre el periodo colonial de Australia, sobre cómo se fundó su país. Le intrigaba cómo una nación que fue creada sobre la esclavitud del blanco y el exterminio del aborigen habría de convertirse en una de las sociedades más respetuosas de la ley en el planeta. Entonces se dedicó a investigar, y en 1986 publicó el original en inglés de este texto tremendamente bien escrito y obsesivamente documentado.
La costa fatídica, una clase de magistral de escritura de no ficción, relata todos los aspectos de ese siglo de horror, desde la homosexualidad en los barracones hasta la cría de ovejas, con cuentos de canibalismo, pequeñas y desgraciadas distopías, épicas de grandes viajeros, relatos de patriotas irlandeses en problemas y espantosas biografías de hombres terribles, entre muchas otras maravillas. La edición es de primera línea, con mapas e ilustraciones de la época. Si lo encuentra en alguna buena librería, merece al menos un vistazo. Susan Sontag lo definió como una especie de híbrido de Dickens y Solyenitsin.
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