Amig@s, de acuerdo a lo prometido en
http://www.peterpaulxxx.com/foro/index.php?topic=141171.0 paso a compartir con Uds., copiado de “El libro de las mil y una noches”, Sociedad Editorial Prometeo. Traducción directa y literal del árabe por el Doctor J. C. Mardrús. Versión española de Vicente Blasco Ibáñez, el texto titulado
LA VELADA DE INVIERNO DE ISHAK DE MOSSUL
El músico Ishak de Mossul, cantor favorito de Al-Rachid, nos narra la anécdota siguiene. Dice:
Una noche de invierno estaba yo sentado en ni casa, y mientras afuera aullaban los vientos como leones y las nubes se vaciaban como las bocas abiertas de odres llenos de agua, me calentaba yo las manos en mi brasero de cobre, y estaba triste por no poder salir ni esperar la visita de un amigo que me hiciese compañía, a causa del barro de los caminos, de la lluvia y de la obscuridad. Y como cada vez se me oprimía más el pecho, dije a mi esclavo: “¡Dame algo de comer para pasar el tiempo!”. Y en tanto que el esclavo se disponía a servirme, no podía yo menos de pensar en los encantos de una joven a la que había conocido en palacio poco antes; y no sabía por qué me obsesionaba hasta aquél punto su recuerdo, ni por qué motivo se detenía mi pensamiento sobre su rostro con preferencia al de cualquiera de las numerosas que encantaron mis noches pasadas. Y de tal modo me entorpecía su deleitoso recuerdo, que acabé por perder la noción de la presencia del esclavo, el cual, después de poner delante de mí el mantel sobre la alfombra, permanecía d epie, con los brazos cruzados, sin esperar más que una seña de mis ojos para traer las bandejas. Y poseído por mis deseos, exclamé en alta voz: “¡Ah! ¡Si estuviera aquí la joven Sayeda, cuya voz es tan dulce, no me pondría yo tan melancólico!”.
Aunque mis pensamientos eran silenciosos por lo general, recuerdo ahora que aquellas palabras las pronuncié en voz alta. Y fue extremada mi sorpresa al escuchar entonces el sonido de mi voz, mientras mi esclabo abría desmesuradamente los ojos.
Pero apenas hube manifestado mi deseo, se oyó en la puerta un golpe, como si estuviese allí alguien que ni pudiera esperar más, y suspiró una voz joven: “¿Puede el bien amado franquear la puerta de su amigo?”.
Entonces pensé para mi ánima: “¡Sin duda es alguien que, con la obscuridad, se ha equivocado de casa! ¿O había daod su fruto el árbol estéril de mi deseo?”. Me apresuré entretanto a saltar sobre mis pies, y corrí a abrir la puerta yo mismo; y en el umbral vi a la tan deseada Sayeda, ¡pero de qué modo singular y con qué extraño aspecto! Estaba vestida con un traje corto de seda verde, y llevaba a la cabeza una tela de oro que no había podido resguardarla de la lluvia y del agua escurrida por las goteras de las terrazas. Además, debía haberse metido en el barro durante todo el camino, como lo atestiguaban claramente sus piernas. Y al verla en tal estado, exclamé: “¡Oh, dueña mía! ¿Por qué salist een una noche como ésta?”. Ella me dijo con su amable voz: “¿Acaso podía no inclinarme ante el deseo que ahora mismo me transmitió tu mensajero? ¡Me manifestó la vivacidad de tu deseo con respecto a mí, y a pesat de este tiempo tan malo, aquí me tienes!”.
Pero yo, aunque no me acordaba de haber dado una orden semejante,, y por más que la hubiese dado, mi único esclavo no habría podido ejecutarla mientras estaba conmigo, no quise mostrar a mi amiga la extrañeza que todo aquello producía en mi espíritu; y le dije: “¡Loores a Alah, que permite nuestra reunión ¡oh dueña mía!, y que torna en miel la amargura del deseo! ¡Que tu venida perfume la casa y dé reposo al corazón del dueño de la casa! ¡En verdad que, si no hubieses venido, yo mismo habría ido a buscarte, pues pensé mucho en ti esta noche!”. Luego me encaré con mi esclavo, y le dije: “¡Ve enseguida por agua caliente y esencias!”. Y cuando el esclavo ejecutó mi orden, yo mismo me puse a lavar los pies a mi amiga, y le vertí encima un frasco de esencia de rosas. Tras de lo cual la vestí con un hermoso traje de muselina de seda verde, y la hice sentarse al lado mío frente a la bandeja con frutas y bebidas. Y cuando hubo bebido conmigo varias veces en la copa, quise cantar un aire nuevo que había compuesto por complacerla, aunque de ordinario no consiento en ccantar más que a fuerza de ruegos y súplicas. Pero me dijo ella que su alma no tenía gana de oirme. Y le dije: “Entonces, ¡oh dueña mía!, dígnate cantarnos algo tú!”. Ella contestó: “¡No insistas! ¡Porque mi alma no tiene gana de eso!”. Yo dije: “¡Sin embargo, ¡oh ojos míos!, la alegría no puede ser completa sin el canto y la música! ¿No es así?”. Ella me dijo: “¡Tienes razón! Pero, no sé por qué, esta noche sólo tengo gana de oir cantar a algún hombre del pueblo o a algún mendigo de la calle. ¿Quieres, pues, ir a ver si pasa por tu puerta alguno que pueda satisfacerme?”. Y por no desairarla, y aunque estaba convencido de que en una noche semejante no pasaría nadie por la calle, fui a entreabrir la puerta de mi casa y saqué la cabeza por la abertura. Y con gran sorpresa mía, ví apoyado en su báculo un mendigo viejo que desde la muralla de enfrente decía, hablando consigo mismo: “¡Qué estrépito produce esta tempestad! ¡El viento se lleva mi voz, e impide que me oiga la gente! ¡Qué desgracia la del poblre ciego!¡Si canta, no le escuchan! ¡Y si no canta, se muere de hambre!”. Y habiendo dicho estas palabras, el viejo ciego empezó a tantear el suelo con su báculo, arrimado al muro, para proseguir su camino.
Entonces le dije, asombrado y encantado a la vez por aquel encuentro fortuito: “¡Oh, tío mío! ¿Es que sabes cantar?”. Él contestó: “Tengo fama de saber cantar”. Y le dije: “En ese caso ¡oh jeique!, ¿quieres acabar tu noche con nosotros y regocijarnos con tu compañía?”. Él me contestó: “¡Si lo deseas, tómame de la mano, porque soy ciego de ambos ojos!”. Y le tomé de la mano, y después de introducirle en la casa cerrando la puerta cuidadosamente, dije a mi amiga: “¡Oh dueña mía, te traigo un cantor que además está ciego! Podrá complacernos sin ver lo que hacemos. Y no tendrás que estar incómoda ni que velarte el rostro”. Ella me dijo: “¡Date prisa a hacerle entrar!”. Y le hice entrar.
(continúa)