El amanecer dibujaba un día nublado que se convirtió en noche estrellada.
El hijo de Floreal se acicaló aquella fría mañana para emprender dos hermosos viajes, uno conocido y otro inesperado. Conocido por el reencuentro con un ser querido como a pocos; desconocido otro porque (sabía la vida) aprendería en un día especial una lección especial.
Preparó la música adecuada para un viaje relajado, se perfumó con su colonia favorita, su cazadora de piel, calcetines gruesos..Todo al detalle. Incluso planificó donde detenerse para almorzar, en una estación de tren abandonada en mitad del campo que ya conocía, y donde podría aislarse del ruido urbano, escuchar sólo los pájaros, mirar los olivos, la hierba, abstraerse durante un día de todo lo cotidiano.
Cuando se puso al volante del coche, hizo el mismo ritual de siempre: poner música, siempre música. La casualidad hizo sonar las notas de la Banda Sonora de un film de David Lynch, una historia un nostálgico viaje, una historia realmente humana en la que dos hermanos separados desde años atrás por diferencias que al fin y al cabo vistas desde la perspectiva de lo que realmente les une son pequeñeces, se unen nuevamente por la terrible enfermedad de uno de ellos. No queda tiempo, apenas para un último adiós en el porche de la casa mientras contemplan juntos el cielo. ¿Casualidad? ¿O no?
Llevaba todo preparado para el viaje, sólo faltaba el improvisado almuerzo que compraría en un supermercado. El mismo lugar donde dejó el vehículo en el parking. No se dio cuenta al llegar, tal vez las prisas, pero a la salida comprobó algo que le estremeció: un hombre estaba tendido en el suelo del aparcamiento. Estaba junto a un banco, posiblemente desde el mismo que cayese al suelo, entre los coches, soportando los dos grados de temperatura con el único abrigo de un anciano matrimonio que le observaba impotente. Un sentimiento que viene mezclado desde la cabeza, el pecho y esa parte que queda detrás del ombligo le hicieron guardar apresuradamente la compra en el maletero del coche y apresurarse en llegar hacia el lugar donde se hallaba ese hombre. La gente miraba con extrañeza, con sus bolsas de la compra, pero pasaban de largo, negando con la cabeza, elevando un imaginario “dios mío, que horror, que pena de hombre”, pero nadie se detenía, sólo aquel matrimonio de ancianos continuaba allí, inmóviles, acongojados.
Al llegar a su lado le comentaron “lleva aquí toda la mañana”. Se puso en cuclillas, y habló con ese mendigo; eso era, un mendigo. Uno de tantos otros con los que cada mañana o cada noche nos cruzamos sin darnos cuenta, y si nos damos cuenta, nuestras prisas, nuestra vida acelerada, sólo provocan un “que lástima, por dios”. El mendigo tenía los ojos cerrados. Le dio unas suaves bofetadas en las mejillas para que respondiese, para que recobrase la conciencia, y le hablaba. Abrió los ojos y le miró con unos ojos marrones que escondían tristeza y la soledad más infinita. Al momento hablaba con los ancianos. No habían podido llamar a una ambulancia, “llame usted, por favor, nosotros es que no tenemos teléfono, y nadie se detiene, no queríamos dejar a este hombre solo”. Llamó a la Policía y les pidió que avisaran a una la ambulancia. Se volvió a situar agachado junto a aquel hombre, y le continuó hablando. Le tomó la mano derecha, y estaba fría como una piedra mojada, una mano gruesa y áspera que delataba las muchas horas que ese cuerpo llevaba tumbado en el cemento del parking. Sus ojos estaban llenos de legañas, y su respiración dejaba el rastro de muchos tetrabreak de vino barato. Cuando a un vagabundo le sorprenden las bajas temperaturas en la calle puede morir por congelación pues el riego sanguíneo en el organismo es menos capaz de defenderse contra el frío, y aparecen una mañana tirados en cualquier rincón muertos de alcohol y de falta de calor, sin ningún calor.
El aire frío soplaba sin misericordia, y la ambulancia tardaba en llegar. No hacía ni cinco minutos que había llamado por teléfono, pero para él ya parecían horas. Se quitó su cazadora de piel y cubrió el tronco y parte de la cara de aquel anciano borracho, no podía soportar aquella imagen de un hombre tendido en el suelo y quedarse al margen, le daba igual quedarse durante el tiempo que fuese necesario con sólo una camisa. Al cubrirlo, el mendigo volvió a abrir los ojos y su mirada era distinta, parecía querer hablarle con la mirada, preguntarle “Y tú ¿quién eres?”. Ahora los ojos del mendigo no estaban perdidos, le observaban, le analizaban, tal vez incluso le agradecían la lástima. Volvió a cogerle la mano, y con su aliento intentó calentarla un poco. Notó como aquel vagabundo le apretaba la mano, ya reaccionaba, o tal vez estuvo conciente en todo momento, quien sabe. Al incorporarse, al sentir el aire frío, la anciana esposa le dijo “Tiene usted muy buen corazón” bajo unas gafas que parecían empañarse de emoción, mientras su esposo le miraba fijamente, con gesto serio pero cercano. El contestó “no tiene importancia”.
Agachado de nuevo junto al vagabundo la espera se hizo eterna. Tanto como para pensar infinidad de cosas. En el lugar donde se ubicaba el parking había en otros tiempos un árbol hueco donde el había jugado de pequeño; recordaba perfectamente, como con sus amigos y con su hermano pequeño hacían travesuras asomando por la parte superior del árbol y asustando a la gente que pasaba por allí. ¡Hacia tanto tiempo de aquello¡, pero reconocía perfectamente el lugar, hubiese situado el tronco del árbol con exactitud y sin dudarlo un segundo en el mismo emplazamiento que tenía. Miraba al vagabundo y pensaba donde estaría su familia, si es que la tenía; como se llamaría, si tendría hijos, a que se habría dedicado en tiempos pasados, que razón le habría conducido a llevar la vida que llevaba, y sobre todo: ¡que solo puede llegar a estar el ser humano, maldita soledad y maldito desamparo!. Entretanto la gente se acercaba, preguntaban “¿qué ha pasado?” y se marchaban, y algún que otro comentario “lleva aquí desde anoche, yo le he visto esta mañana temprano cuando bajé a tirar la basura, pero viene por aquí a menudo y se acuesta en el banco”. ¡Toda la noche! Pero ¿cómo podemos ser así de insensibles ante el dolor ajeno? se preguntaba. ¿Qué mundo hemos creado que vemos a alguien tirado en el suelo y nos preocupamos antes de nuestra seguridad o de no contagiarnos que de la vida de alguien?
La sirena de la ambulancia le devolvió a la realidad. Simultáneamente, llegaba la Policía. Atendieron inmediatamente a aquel hombre casi muerto de frío, mientras la Policía le hablaba. Un agente explicaba que era un habitual de la zona, lo conocía del comedor social cercano a aquel lugar, era cotidiana esa situación para ellos. Tras los primero auxilios lo incorporaron para tumbarlo en una camilla, y lo introdujeron en la ambulancia.
Se puso de nuevo su cazadora de piel, y se despidió del anciano matrimonio que estuvo junto a él y al mendigo durante toda la espera. La anciana le dijo “Gracias, muchas gracias”, con una mirada dulce, emanando cariño y respeto, mientras le apretó tiernamente con sus viejas manos el antebrazo.
Se montó en su coche e inmediatamente conectó la calefacción. Mientras se empañaba el cristal, miró por el retrovisor del coche y vio como, cogidos del brazo, el matrimonio de ancianos se alejaba. Los observó con ternura durante unos segundos. Puso la primera velocidad y reanudó el viaje.
Cuarenta minutos de carretera en soledad son una buena excusa para la reflexión, para las preguntas sin respuesta. Por su cabeza no dejaban de pasar imágenes: mujeres pidiendo limosna en las puertas de los centros comerciales, chicos llorando de hambre, los polos opuestos del lujo y la miseria, quienes se quedan sin nada por culpa de las guerras, los huérfanos de las madres asesinadas, quienes parecen sentirse satisfechos o indiferentes con el sufrimiento ajenos, los que duermen en paradas de autobús o cajeros automáticos….Eran motivos más que suficientes para tener la mente muy ocupada antes de la primera parada, la del almuerzo.
Llegó a la vieja estación de tren. Estaba sola, como él. El apeadero y dos casas reconstruidas hacían compañía a un terrizo donde ya no existían las vías férreas, y las traviesas de madera se amontonaban al margen en un promontorio, junto al cambio de agujas. Alrededor, hierba mojada y olivos, y un bloque de hormigón donde tomó asiento y desenvolvió su bocadillo. El sol de su tierra, la paz, el piar de los gorriones y alguna que otra rapaz en el cielo le emocionaron. Por un lado, su mente volvía a preguntarse por qué el ser humano elige el camino de la soledad, esa misma que es tan buena para la reflexión, para interiorizar, para la meditación, para la relajación pero tan dañina para hacer de ella un modo de vida. El ser humano es un ser social, necesita amar y ser amado, sentirse útil y sentir que su entrega es valorada de alguna manera, sentir y transmitir, y la soledad en ese aspecto, lamentablemente, no es recíproca. Hasta los lobos, tan temidos, son animales salvajes, pero lo son socialmente, en familia y conviviendo con otras manadas, la loba cambia con la boca a los lobeznos de madriguera cuando se sienten amenazados mientras el lobo vigila. Pero el ser humano tiene una especial habilidad para complicarse su propia existencia, y renuncia al calor de los demás.
Estaba a sólo dos minutos de su destino, y detuvo el vehículo. Cogió el teléfono e hizo una llamada. Al habitual “¿Qué haces loco? El contestó “¿me invitas a un café? estoy en tu pueblo”. Junto a la recriminación cariñosa de “no me has avisado”, el lugar de encuentro. Los amigos se abrazaron, y el comenzó a llorar en el hombro de su hermana adoptiva. Tras contarle a ella lo sucedido, ella le dijo en tono de broma “¡No tienes remedio, hermanito!”.
Paso toda la tarde con su familia, charlando de cosas de las que se charla en torno a un buen brasero cuando se acerca la navidad, nada de tristezas, risas, ver a los chicos como jugaban, algún dulce que otro. Que mejor compañía que la que deseas. Así transcurrió la tarde, en una casa feliz con una familia feliz con lo que tienen y lo que son. Nada más.
Con el coche cargado de productos de la huerta y besos de feliz navidad, emprendió el regreso a casa. Sentía esa necesidad de llegar cuanto antes. Es curioso que cuando dejamos atrás las cosas que queremos, aunque sólo sea por unas horas, inmediatamente las estás añorando. Aun hubo tiempo para meditar sobre lo que es verdaderamente importante y lo que es secundario, donde se encontraría en esos momentos el vagabundo o donde y con quien cenaría en nochebuena.
Antes de abrir la puerta de su casa miró por la ventana: vio el árbol de navidad que había decorado con su hija y con su esposa, la joven cantaba villancicos haciendo sonar descompasadamente una pandereta y las luces intermitentes del portal de belén creaban una mágica postal. Al ruido de la cerradura acompañó un “papaaaaa” y su hija se abalanzó sobre él, y se fundieron en un abrazo. Él no la soltaba, y la colmaba a besos, su cuerpo pequeño se perdió entre sus brazos. Así estuvieron unos minutos, entre bromas y besos, halagos y cariños. Se incorporó, miró a su esposa y le sonrió. Acompañó a su hija hasta el lugar donde estaba el árbol navideño y la pequeña comenzó a cantar. Se sentía como James Stewart en ¡Que bello es vivir!
Y mientras que cantaba la pequeña, la imagen de aquel hombre tendido en el suelo volvió a aparecer.
Se acercó a la ventana y recordó una sonrisa y una frase : “Gracias, muchas gracias”, de una anciana que casualmente (o no) estaba allí, como en cualquier rincón del mundo las hay, pendientes del prójimo, agradeciendo lo que se hace por los demás, y que se alejan lentamente hasta confundirse con la gente mientras las observas por el retrovisor. Y había estrellas en el cielo.
¡¡FELIZ NAVIDAD, FORITO!!
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