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Autor Tema: MEMORIAS DE UN VIAJERO: TÚNEZ.  (Leído 2068 veces)
Raskolnikof
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« : 31 de Mayo 2008, 23:09:28 »


Tal vez sea por esa extraña razón que te hace llegar a los lugares desconocidos en mitad de la noche, la que haga aun más grande el misterio y el posterior embrujo del lugar que visitas. Así sucede muchas veces, igual que cuando aterricé en el Aeropuerto Internacional de Túnez-Cartago, en medio de una densa niebla a las 01.30 horas de la madrugada, en horario local un día del mes de septiembre. El ambiente era cálido, pero una humedad que empapaba la ropa con la que había salido de Madrid. Como también suele suceder, el vuelo llegó con retraso; la fatiga y a las largas jornadas que presumía me esperaban, me inclinaron a darme un baño nada más llegar al hotel y dormir con tantas ganas como quien termina los exámenes de Junio.

Comencé el viaje por un país que guardaba mucha relación con el lugar en que nací, no en vano los Romanos dejaron una profunda huella allí, como en mi patria chica, y el legado islámico que día a día veía en mi ciudad no me hacía sentir extranjero en el país que me convertiría en un aficionado  al te.

Una treintena de personas comenzamos un viaje de una semana por lugares llenos de magia, de misterio, de colorido, de sentidos, de sensualidad…la misma que tenía Zeineb cuando la vi por primera vez, justamente cuando amanecía, sentada en la puerta de del hotel “El Sultán”. Zeineb era una chica delgada, pequeña, con una cabello largo y rizado, con una brillante piel morena muy cuidada, su boca era grande y sus labios eran delgados y muy rojos, sus dientes eran de un blanco casi perfecto, pero si algo sobresalía en ella eran unos maravillosos ojos verdes, frescos, profundos, que al mirarlos podías perderte en ellos, asomarte a un verdadero oasis interior. Ese amanecer tan sólo hubo un “Buenos días, bienvenido”, y un apretón de manos. Pude comprobar que en la palma de su mano derecha había una extraña marca, como si de un tatuaje se tratase, y jamás pude pensar que el secreto de ese dibujo se desvelase una noche acariciando mi espalda.

Nos apresuramos a montar al autocar que nos trasladaría a diversos puntos de la geografía de Túnez durante esa semana. Los primeros lugares a los que Zeineb nos condujo fueron bien distintos: la ciudad romana de Dougga y Kairouan, con su mezquita sagrada y hermanada en la actualidad con mi ciudad natal, Córdoba. La importancia de Dougga para controlar la emergente fuerza y poder de Cartago fue posiblemente la causa de que el estado de conservación de esta ciudad sea realmente bueno. Aunque si bien estaba maravillado por el Capitolio o el Anfiteatro, mis ojos y mis oídos no dejaban de prestar ni un segundo de atención a aquella chica de ojos verdes, a la forma en que vivía cuanto explicaba al grupo de turistas en el que estaba integrado, a sus tímidas carcajadas, a su sonrisa blanca. Mientras tanto, unos muchachos del lugar no dejaban de interrumpir con la venta de higos chumbos que llevaban en cubetas llenas de hielo. Y entre frase y frase de nuestra bella guía, algún cruce de miradas verde y marrón. Pusimos rumbo a Kairouan, y como un adolescente me ruboricé al chocar mi hombro contra Zeineb al llegar a una ciudad fundada a mediados del año 600 y considerada la cuarta ciudad sagrada del Islam. No quería despegarme de ella, aunque tampoco veía conveniente hacer ver la repentina atracción que sentía por esa chica. Como un colegial en su primer día de escuela, la seguí hasta la Mezquita del Barbero, donde aun hoy en día un religioso circuncida a los hijos varones, acompañados de toda la familia, en una celebración totalmente festiva y cargada de simbolismo islámico. Un pequeño salía en brazos de su padre de la sala donde se practicaba este antiquísimo rito y pude comprobar el instrumental con el que se realizaba la rudimentaria intervención. Jamás me pondría yo en manos del “barbero”, hay lugares de mi geografía que aun les guardo un especial aprecio.

Marchamos hacia la Gran Mezquita, lugar sagrado y de la que sólo pudimos ver su interior desde el gran patio que preside el alminar. Lugar sagrado de rezos no abierto a curiosidades o fiebres turísticas, realmente transportaba en el tiempo tan solo ver las lámparas colgantes que adornaban toda la sala de oraciones. Ensimismado, escuché “¿le gusta a usted?” Fueron las primeras palabras que Zeineb me dirigió de forma particular, tal vez por ver la expresión de mis ojos ante tanta belleza, aunque en este caso, la belleza era doble o aún mayor la que presentaba forma humana. Así fue como conoció Zeineb mi lugar de procedencia. Visité junto a ella y otros viajeros la Medina, un laberinto de callejuelas que no sabes donde comienzan ni donde terminan, y que se harían interminables sin tan grata compañía.

Sin apenas darnos cuenta, llegó la hora de regresar a la capital del país, para almorzar y visitar luego el maravilloso Museo del Bardo, con sus asombrosos mosaicos romanos y podría decirse sin riesgo a equivocarse que aloja la colección más amplia y rica de mosaicos romanos conocida. Unas cuarenta estancias, repartidas en distintos niveles, presentan mosaicos muy diversos representando escenas cotidianas, mitología, agricultura, aunque también me pareció abundante ver en ellos el culto al mar, el mar fenicio, así como escenas eróticas, escenas de amor.

Comenzó a atardecer y nos retiramos a nuestros hoteles. Me despedí de Zeineb y ella me sonrió.

En los días posteriores visitamos el Lago Salado de “Chod el Jerid”, un capricho de la naturaleza, blanco, petrificado por la abundancia de sal en el agua, y donde aun se puede decir que “los espejismos existen”. Zeineb me tomó de la mano para andar unos pasos sobre aquella superficie que parecía que se iba a hundir bajo nuestros pies, queriendo alejar de nosotros esos temores. Con una cariñosa malicia se reía de mis gestos de temor, y yo seguía el juego de quien quiere ser protegido unos instantes. Nos dijo que nos apresurásemos, que nos quedaba aun bastante camino por delante para llegar a Matmata, un lugar que debido a su paisaje, su orografía, fue escenario del rodaje de ciertas escenas de la famosa Guerra de las Galaxia de George Lucas. Existen en aquel lugar casas hechas dentro de las mismas rocas, como sucede en la localidad de Guadix, en Granada. Las mujeres hacían el pan en hornos a ras de superficie, como tortas de maíz cocido. Se vendía en quioscos ambulantes Azafrán en rama a precios bajísimos. Era realmente un lugar pintoresco. De regreso al hotel, me senté junto a nuestra guía, Zeineb, y conversamos más de dos horas de viaje. A ella se le olvidó hacer los pertinentes relatos a los viajeros, y a mí que viajábamos en compañía. Para mi, en ese instante, mi importaba bien poco el desierto, mis compañeros de viaje, o cualquier cosa que hubiese sucedido. Zeineb me habló de cómo era su vida en Túnez, de cómo fue su aventura universitaria, de cómo vivió la independencia de Francia su país, de los mitos acerca del Islam, de cómo son las mujeres tunecinas. Y llegado a este punto, de cómo le atraían los hombres extranjeros de culturas occidentales, con lo que el mito del odio hacia occidente al menos se rompió durante unos días. Y yo me sentía privilegiado, pues para ella, yo provenía nada más y nada menos que de Al-Andalus, del lugar que ella conocía por los relatos de sus abuelos. Le rogué que al llegar al hotel me brindase el honor de hacerme compañía en la cena. “Se intentará”, me dijo, y comenzó a reír. A reír y a envolverme más aun en su magia.


Estaba sentado a la mesa con un matrimonio mexicano, Manuel y Carmen. Ambos habían superado los 60 años de edad y habían recorrido más de medio mundo. Mientras ellos me relataban las aventuras por los lugares que recorrieron en su vida, las diversas costumbres de los lugareños, como eran las ciudades, su exotismo, ella apareció como en medio de la noche aparece una estrella fugaz, cuando todos los espectadores miran hacia el cielo admirando su magia y su belleza. Un vestido de seda, con tirantes, negro, parecía flotar sobre ella, y su figura casi se transparentaba al contraluz de la cristalera del restaurante. Se acerco hacia la mesa en la que estábamos, una mesa para cuatro y que tenía un asiento disponible. En su cuello lucía un precioso colgante turquesa, que se centraba entre dos marcadas clavículas. Los dos caballeros, como es de obligado ritual, nos levantamos de nuestro asiento cuando se acerco y la invitamos a quedarse con nosotros. Ella saludo al matrimonio con un buenas noches; a mí, un tierno y delicado “hola”, refugiado en una tímida pero sensual sonrisa. La noche transcurrió entre aventuras, historias de lugares, y risas. Yo apenas si hablaba, observaba, la miraba, no dejaba de hacerlo. Ella sabia bien cuando evitar mi mirada, sabiendo bien como la estaba observando, lo mucho que me  atraía y como la deseaba en esos momentos. Hubo un momento en que los cuatro quedamos en silencio, y el cruce de miradas cómplices se rompió con una carcajada colectiva. Manuel se levanto y dijo: “nosotros nos debemos de retirar ya, es tarde, y somos mayores que ustedes. Necesitamos descansar para mañana. Además, ustedes seguro que tienen muchas cosas de las que hablar sin que dos ancianos actúen como pinches celestinas ¿verdad?” Nos reímos, y ellos se despidieron y se dirigieron a sus habitaciones.

Quedamos casi solos en las mesas que estaban en la terraza del hotel, junto a la piscina. Durante un par de minutos no hablamos nada, solo nos mirábamos, nos observamos, los ojos ambos exploraban al otro, en medio de un extraño nerviosismo quinceañero. Ella me dijo “bueno, te has quedado mudo o que”. Comencé a reír y ella me miraba, y me provoco un poco mas “me encanta como ríes, pareces un niño, y tus manos: sobre todo me gustan tus manos”. Deje sobre la mesa el encendedor que no dejaba de jugar entre mis dedos, y mi mano busco la suya como un río busca su cauce. Podría haberme quedado horas acariciando aquella mano, mirándola a sus brillantes ojos verdes, escuchándola sin pestañear, dejar que transcurriese toda la noche sentados en aquella mesa, pero ella se incorporó y me dijo que la disculpase unos minutos. “Tengo que ir a la habitación un momento, espérame por favor”. Mientras se alejaba, levante un poco mi voz y le dije: “Tardaras mucho”. Ella se detuvo, se giro, y me miro fijamente, sonriendo: “solo el tiempo que tu tardes en buscarme”. Se giro de nuevo, y su cabello floto durante unos segundos en el aire. Mi respiración se agitaba mientras la veía desaparecer por el acceso a las habitaciones. El encendedor estaba de nuevo entre mis dedos, sudaban. Iba a encender un cigarrillo y lo volví a guardar en la cajetilla. Llamé al camarero, pero no me escuchó. Me movía en las silla de un lado para otro. ¿Pero que te pasa, idiota? me dije ¿Piensas quedarte aquí sentado hasta que amanezca o que? De forma impulsiva, cogí mi encendedor, la cajetilla de cigarrillos y mi cámara fotográfica y me dirigí a la habitación de Zeineb.


http://es.youtube.com/watch?v=NFs6eUzrD_Q



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"Todo lo necesario para que el mal triunfe, es que los hombres de bien no hagan nada." (E.Burke)
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« Respuesta #1 : 31 de Mayo 2008, 23:22:22 »

La puerta de la habitación de Zeineb estaba cerrada, pero comprobé que no así la cerradura cuando me decidí a girar el pomo. Las lámparas de las mesas de noche estaban encendidas, y la habitación olía a incienso. Las ventanas estaban abiertas: la habitación estaba en el piso bajo, y al moverse las cortinas se veían las palmeras del oasis artificial que se junto al situaba el hotel. Se escuchaba levemente un fondo musical de acordes árabes, sin sonidos vocales. Pero no veía a Zeineb. Di lentos pasos hacia el baño, situado al fondo de la habitación. Su puerta estaba cerrada. Abrí la puerta sin llamar, muy despacio. Me temblaban las piernas. Zeineb estaba de espaldas, desnuda. Estaba frente a un espejo. Sus cabeza permanecía reclinada, como quien desea que le arranquen la timidez suavemente. La observe, me dejé caer en el marco de la puerta, y la observé: era aun más bella que podía imaginar. Zeineb comenzó a erguir su cabeza, separando el cabello de sus mejillas, y me miró a través del espejo. Me observaba con semblante serio, ceremonioso, nos clavábamos los ojos. Sujeté mi cámara de fotos y quise inmortalizar tanta belleza, y ella, alarmada, casi me gritó “no, no, por favor, no lo hagas”. No entendí el motivo, pero la dejé caer inmediatamente en la moqueta de la habitación y me acerqué hacia ella. La miraba en el espejo mientras besé sus hombros, Zeineb cerró un instante los ojos y puso tu mano derecha sobre mi nuca, apretándome contra la piel de su cuello. Giraba el cuello buscando mi boca que besaba sus mejillas, sus oídos, buscando mi lengua que humedecía sus lóbulos, mis manos se apretaban contra las suyas jugando con sus pechos, con la piel erizada, con los pezones pequeños y duros. Apreté su abdomen a la altura de su ombligo y deslicé mi mano hacia su sexo, sus labios estaban húmedos y calientes, y Zeineb separó levemente sus piernas mientras una de sus manos apretó mi sexo por encima de mis pantalones. Súbitamente se revolvió, y aferrándome del cuello, mordió mis labios, comenzamos a besarnos profundamente mientras sus manos volaban sobres mis ropas que poco a poco fueron cayendo al suelo, hasta que quedaron piel con piel nuestros cuerpos ya sudorosos. Nos arañábamos suavemente la espalda, era un juego de exploración para encontrar el lugar que más estremecía. Zeineb beso mi pecho y se arrodilló ante mi sexo, tomándolo con la mano, y pasando su lengua muy despacio por encima de él, como si quisiera notar como palpitaba la sangre por él, como quien se recrea con un helado de chocolate. Se incorporó y se aupó sobre el mármol del lavabo, abriendo sus piernas. Comencé a besar sus tobillos, sus rodillas, a pasar la punta de mi lengua por el interior de sus muslos, a mordisquear sus ingles mientras un dedo fue a introducirse en su sexo caliente, esperando que mi boca lo sustituyese. Zaineb sujetó con fuerza mi cabello y rodeó mi cuello con sus piernas, entre jadeos sus glúteos se endurecían, arqueando el cuerpo, apretando como unas pinzas sus piernas contra mi, su respiración se hacía a cada instante más agitada y su delgado cuello se tensaba. Emitió un pequeño grito y se mordió los labios, clavándome sus talones en las espalda al llegar al orgasmo. Aun jadeando se puso de espaldas a mi, apoyando los codos sobre el lavabo, agarro mi pene y lo acercó a su sexo que aun palpitaba, frotándolo contra sus labios y elevando las puntas de sus pies, hasta que estuve dentro de ella. Mientras hacíamos el amor casi salvaje, Zaineb abrió uno de los grifos del lavabo, y se mojaba la cara, sus cabellos, su boca, se giraba y nos besábamos como si quisiésemos enlazar nuestras lenguas. Nuestro ritmo comenzó a ser frenético, y los dos nos corrimos como unos debutantes. Mi cuerpo quedó tendido sobre el suyo en una incómoda posición, que dificultaba nuestra ya agitada respiración. Nos incorporamos y nos besamos tiernamente, muy dulcemente, nos abrazamos y nos fuimos de la mano a la cama. Es hermoso recordar dos cuerpos enlazados en tan diversas posiciones, exhalando el deseo más primitivo y los abrazos y besos más tiernos.

Esa noche, además del calor de su cuerpo, descubrí dos cosas. El por qué de las marcas de sus manos y también lo que me pareció temor al querer fotografiarla.

Las marcas de sus manos estaban hechas con henna, un tinte natural extraído de hojas secas de una planta, la “Lawsonia alba”, y que además de para usos estéticos e incluso de salud, lo utilizaban las mujeres familiares de los contrayentes en las ceremonias matrimoniales, para recordar a quien se marchaba a un nuevo hogar cada vez que se viesen el color en la palma de su mano, hasta que el tiempo fuese borrando esa “pequeña/gran huella sentimental”. El asunto de la fotografía era tan desconocido como sorprendente para mi: como una superstición, los musulmanes (sobre todo quienes tienen costumbres muy arraigadas) temen que el verse reflejados en una fotografía sea la señal evidente de que les “han robado el alma”. De ahí su temor, de ahí aquella reacción. Y de ahí la intriga que hoy aun permanece en mí por un suceso que acontecería días más tarde.

Antes de amanecer estábamos en tomando un café para emprender una ruta realmente bella: los Oasis de Montaña. Pusimos rumbo a  Tamerza, un oasis que adquirió fama sobradamente por su cascada. Tras un recorrido por el interior del oasis, nos dirigimos a otro de menor entidad,  el oasis de Mides  rodeado por un pueblo semiderruido y abandonado encima de un gran cañón seco y que le da su característica de inexpugnable. Rumbo al último oasis, repusimos energía con el agua fresca de la población de Tamerza, y continuamos por  la carretera que nos llevaría al que para mi fue el más hermosos de los oasis de montaña que contemplé, el de  Chebika, al que se llegaba ascendiendo por la ladera de una montaña. Mientras circulábamos por el pueblo, vi a una mujer bereber con su vestido tradicional, y la quise fotografiar. Al tenerla al alcance del objetivo, ella se escondió en el zaguán de una puerta, pero al pasar a su lado, giré la cámara y disparé. Zeineb, medio en serio medio en broma, hizo una mueca. Seguimos el recorrido. Al alcanzar la parte más alta de la montaña se la vista se pierde en el horizonte del desierto. Un corto descanso y dirigimos los pasos hacia el oasis. El sendero discurre entre palmeras y bordeando el canal que encauza el agua alcanzamos el fondo de la garganta donde hay una pequeña cascada. El mismo lugar donde  posteriormente se rodaron escenas de la película “El Paciente Inglés”. En unos minutos para que cada cual dispusiera de su tiempo para visitar el oasis, y tal como en la película, Zeineb y yo nos desembarazamos  de la gente para perdernos entre las rocas de aquel lugar, y tumbados sobre ellas hicimos el amor, bajo un sol que ardiente, como nuestro deseo. La brisa, que no era excesivamente abrasadora, movía el cabello de Zeineb que estaba sentada sobre mi cuerpo tendido, y que lentamente bailaba sobre mí, con sus manos apoyadas en mi pecho. La misma estrategia fue la que usamos al llegar a Douz, la antesala del desierto, donde pasaríamos la noche. Las dunas, de una arena que era tan fina que desaparecía al frotar los dedos, fueron el perfecto lecho de un atardecer apasionado, donde solo en compañía ella, del sol y el cielo, quedó el recuerdo de los gemidos, de las frases entrecortadas, de las efímeras manchas de semen sobre montículos dorados que por la noche cambian de lugar, de nuestras voces pidiendo más y más.

Los dos días siguientes visitamos la romántica isla de Djerba y la ciudad de Sfax. Nuestro secreto ya era un secreto a voces entre quienes nos acompañaban en la travesía, e incluso, con disimulo, intentaban dejarnos a solas en las ocasiones que se pudiese permitir, olvidando la responsabilidad de la guía Zeineb. Las miradas de complicidad de los acompañantes eran evidentes durante la visita a la Sinagoga de “La Griba” en Djerba, o cuando Zeineb y yo nos marchamos a pasear solo por la Medina de  Sfax,  una ciudad altamente industrializada donde las costumbres eran mucho más occidentales, sin perder la riqueza de la tradición tunecina.
No podía imaginar que en un país tan alejado encontrara una maravilla como la que mis ojos vieron en el Djem. Quien ha estado en Roma puede hablar de la magnitud de su coliseo; quien ha estado en el Djem, no solo hablará de su magnitud (evidentemente menor que la del edificio de la capital del Imperio) sino también de el impresionante estado de conservación del mismo. Construido sobre el año 230 D.C. es el monumento romano más grande del continente africano, con una capacidad de 35.000 espectadores. Realmente sobrecogía el viaje en la historia al recorrer las gradas, las mazmorras, las celdas, los lugares destinados para las fieras, con sus laberínticos pasillos.  Desde la arena, era fácil que se erizara la piel contemplando el graderío, o imaginado lo que siglos atrás allí sucedía. Zeineb y yo decidimos recorrer sin compañía de nadie los pasillos de las diversas plantas del Coliseo. Era tal el entramado de pasillos y puertas abiertas al graderío, que la perdí de vista y de repente me encontraba solo. En silencio, escuchando el eco de voces y pasos por aquel sinuoso lugar, comencé a buscarla: andaba hacia delante, atrás, subía, bajaba y volvía a subir y no la encontraba. En la planta más alta del edificio, vi como su vestido de lino se escondía en uno de los accesos al graderío, y allí me dirigí. Zeineb estaba apoyada en la pared, con el vestido desabrochado, el cabello reposaba sobre sus pechos desnudos, sus brazos estaban caídos y su pubis asomaba en la separación de los pliegues abiertos de su ropa. Comenzamos a besarnos apasionadamente, tal vez pensando que nos quedaba poco más de día y medio para estar juntos, que el sueño quizá acabaría. La tomé por la cintura y la apreté fuerte contra mí, bajando mis manos a sus glúteos duros, rozándolo con mis uñas. Al penetrarla ambos nos estremecimos y nos mordimos el cuello, nos hablábamos al oído diciendo las obscenidades que son el abc de los amantes, esas palabras necesarias en momentos tan especiales e íntimos. Al llegar al orgasmo nos quedamos abrazados, besándonos, saboreando ese tiempo que estaba por terminar, intentando evitar lo que a veces se convierte en inevitable: el dolor del sentimiento.

La última jornada transcurrió entre Cartago y Sidi Bou Said.  Al llegar a Cartago, rápidamente se entiende la saña con la que el Imperio se empleo contra sus enemigos fenicios. Apenas queda imagen de lo que las termas de Antonino tuvieron que ser, con el marco incomparable del mediterráneo en el horizonte. Aun se pueden apreciar los cimientos y donde se almacenaba la leña que alimentaba los hornos para calentar el agua, y las Villas Romanas anexas, como la de "la pajarería", nombre dado por un mosaico encontrado allí y que contiene diferentes figuras de pájaros. Marchamos para el pueblo blanco y azul, Sidi Bou Said. Sus paredes pintadas de blanco, ventanas y puertas de azul, sus empedradas calzadas estrechas, su balcón al mediterráneo,   ingredientes idóneos para un feliz retiro del mundo moderno. En el Café des Natales (conocido como el de los artistas) conocí una nueva afición: el té. Te con piñones, te a la menta, te de jazmines…todos acompañados con pequeños y exquisitos dulces. En el lugar más alto de la única estancia del café, una plataforma cubierta por alfombras y decenas de cojines, todos los viajeros nos pusimos en grupo a conversar, adelantando lo que sería la despedida del día siguiente, cuando tomásemos el avión que nos conduciría a España. Las caras evidenciaban el cansancio y la huella del sol en la piel enrojecida, así como el pequeño lazo de amistad creado al amparo de muchas horas de autocar; Zeineb no dejaba de recibir pequeños regalos, muestra del cariño y del respeto que día a día se había ganado entre los viajeros. Sonaba música tunecina de nuevo…

Regresamos a nuestros hoteles. Antes de llegar de nuevo al Hotel “El Sultán”, el mismo donde comenzó mi viaje, dejé en una tienda de fotografía las películas que había usado durante el viaje, deseoso de verlas reveladas. Al ser tarde, las tendría que recoger en la mañana siguiente. Zeineb se quedaría a pasar la noche conmigo.

Ya en el hotel,  nos enviaron la cena a la habitación. Antes de cenar, nos dimos un reconfortante baño, donde tomamos una copa de vino, que junto con el boukha (el licor que toman las mujeres tunecinas) y el thibarine (los hombres) para después de la cena, acompañarían nuestra última noche juntos. Después de cenar, desnudos en la cama, permanecimos un rato abrazados, y yo quedé dormido.

Me desperté sobresaltado a las 8 de la mañana. Zeineb no estaba en la cama, y supuse que se encontraba en el baño, pero tampoco la encontré allí. Encima de la pequeña mesa que había junto a la entrada de la habitación había un sobre perfumado, cerrado, sin nada escrito en su interior. El olor del sobre era el mismo que había olido desde que llegué a este hermoso país, el perfume de Zeineb, un perfume que se me antojaba como mezcla de canela e incienso. Temía abrirlo, sabía que lo que iba a encontrar no me iba a gustar, algo me indicaba que así sería.

Como el niño que abre un regalo del día de los Reyes Magos, cerré los ojos, y abrí despacio, muy despacio el sobre. Solo había una hoja de papel áspero, de color sepia. Estaba doblada, y al desplegarla, en el centro de aquella hoja había la huella de una mano marcada con henna, era la mano de Zeineb. En uno de los extremos de la hoja, la marca de los delgados labios de ella, y ninguna palabra, ni una tan solo. Me senté en la moqueta, junto a la puerta de entrada de la habitación y dejé caer mi cabeza entre mis rodillas dobladas, sujetando entre mis dedos aquel maldito papel. Así permanecí unos minutos, pensando, recordando, e intentando comprender.

Me incorporé rápidamente, y me puse unos jeans y una camiseta, y descalzo, con aquella carta de despedida corrí hacia el hall del hotel. Conforme me acercaba a la recepción, un hombre con la indumentaria de la agencia de viajes se acercó hacia mí. “Hola, soy el guía que les va a acompañar a el aeropuerto. Mi nombre es Omar”. Me quedé unos instantes mirándolo; su cara me resultaba familiar, pero no le había visto en mi vida. Me miraba fijamente, sin decir palabra, pero sus ojos me querían trasmitir algo, comprensión tal vez. Le pregunté por Zeineb, y me dijo que tuvo que marcharse por un urgente asunto familiar, que la disculpase, que ella se encontraba bien y que lamentaba mucho no poder haber estado conmigo en mi partida. Le pedí mil explicaciones, pero él solo me miraba, no dejaba de hacerlo, asentía con la cabeza y me miraba. Desvíe un instante la mirada hacia la entrada del hotel, queriendo contener la pena. Omar puso una de sus manos en mi hombro, y lo apretó con delicadeza. Le miré y me dijo: “Déjelo ya. Todo está bien. Su lugar está en Córdoba y el de Zeineb aquí. Guarde su recuerdo, las imágenes de ella en su memoria tal como la vio el primer día. Recuerde su olor en la carta que le dejó. Esos recuerdos son solo de ustedes dos. Nadie se los arrebatará nunca.” Lo miré fijamente unos instante y me retiré despacio hacia mi habitación.

Faltaban tres horas para nuestra partida, y fui rápidamente a por las fotografías a la tienda donde las dejé para su revelado. Sin verlas, volví al hotel, el tiempo apremiaba, recogí las maletas y me subí al autobús que nos llevaría hacia el aeropuerto. Me despedí de mis acompañantes de viaje, unos iban hacia Madrid, otros Valencia, otros Barcelona. Mientras esperaba en la aduana, no dejaba de preguntarme por qué se marchó así, sin apenas dejarme decir nada, al menos algo de lo que no le había dicho. Quizá eso quería evitar Zeineb, que se lo dijera, e hiciera más difícil aun el adiós.

Ya en el avión, miré por la ventanilla como el aeropuerto de “Túnez Cartago” se hacía cada vez más pequeño ante mis ojos. Dejaba atrás algo más que un viaje, algo más que desierto, ruinas romanas o la patria de Aníbal, dejaba algo mucho más importante, y conforme me alejaba, más lo comprendía.

Saqué de mi bolsa de mano las fotografías que había tomado durante el viaje. Me temblaban las manos porque hacía muy poco mis pies habían pisado los lugares que ahora veía en distinto formato: mis compañeros de viaje, los oasis, los edificios romanos, el lago salado. Pero una foto me iba a sobrecoger, e incluso marcarme para siempre: una mujer, con un cartucho de papel en el que llevaría seguramente la compra; su cara ante mi cámara era de auténtico terror, con el cuerpo girado, escondiéndose en el rellano de una puerta. Era la mujer que fotografié en Tamerza, cuando visitamos los oasis de montaña. Reflejaba exactamente lo que Zeineb me relató: el robo del alma. ¿Cómo por una cosa tan absurda debía tener justo en ese momento un extraño sentimiento de culpa? ¿Cómo se sentiría realmente esa mujer? A veces violamos las costumbres, lo que para nosotros es insignificante y no pensamos en que tal vez dañemos para siempre los sentimientos de alguien. Y eso, en aquel momento comenzó a pesarme hasta hoy. Esa fotografía, y la ausencia de Zeineb.

(Juanfran)


http://es.youtube.com/watch?v=BW-lKSD8t8E

“Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es tuyo. (Proverbio Árabe) “.


 Gracias


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« Última modificación: 1 de Junio 2008, 21:52:16 por Raskolnikof » En línea

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Las ganas de vErte casi igualan a las de Tocarte


« Respuesta #2 : 4 de Junio 2008, 02:53:53 »


 Karma No.  681  Raskolnikof

Es poco un Karma para un Texto tan bien redactado y la grata Experiencia de hacernos Viajar con tu Relato      Cervecitas
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El TIEMPO me parecio poco .... las palabras salieron SOBRANDO y sin saberlo , NUNCA planeado , de 1  modo Extraño :  TU te quedaste a MI LADO

Me eNCantaria Q algun dia , sin tanto complicarnos ...despues de hablar : VOLVIERAS a mi Vida
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« Respuesta #3 : 21 de Junio 2008, 12:22:45 »


 Karma No.  681  Raskolnikof

Es poco un Karma para un Texto tan bien redactado y la grata Experiencia de hacernos Viajar con tu Relato      Cervecitas

Gracias por tus palabras, JCarlos. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo.  Cervecitas Gracias
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cada vez q abres la puerta y desempañas el cristal


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« Respuesta #4 : 24 de Junio 2008, 12:37:34 »

Abu me sale un BUFFFFF!!! muy grande y muy grato. No puedo decirte nada mas I Love You Besito Gracias
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