Esta historia no acaba de tener mucha logica pero me rei un monton (by profesor van dido)
-Se lo juro, guardia!
¡Bueno, ya vale, no se ponga así!. Sí, se lo prometo, le contaré los hechos, pero guarde el arma primero. Mire, las cosas fueron así: esta mañana salí de casa y vine aquí, porque estamos a principios de mes, acabo de cobrar y este supermercado hacía una oferta de 3x2 durante diez minutos. El hecho es que cogí un carrito, de los buenos, no de esos que chirrían porque no han pasado la I.T.V., y me sumergí en el denso tráfico que circulaba por los pasillos desde primera hora de la mañana. Era un día estupendo: apenas debía haber unos ocho o diez mil conductores más a mi alrededor, aparte de un número superior de peatones con cestas, las luces de neón brillaban en lo alto, el aire estaba como siempre, irrespirable, y las estanterías estaban repletas de ofertas más o menos suculentas y más o menos engañosas.
Y, de repente, apareció él, como salido del infierno o del pasillo de las compresas con alas. Sólo fue un golpe por detrás, como el que seguro que a usted, almirante, también le han dado alguna vez ...
¡Sí, exactamente así!. Pero lo peor no es eso, sino lo que duelen luego los tobillos. Veo que me comprende.
Como le iba diciendo, golpes como ese hemos recibido todos, y mi respuesta fue la habitual en cualquiera: giré la cabeza y puse mi mejor cara de odio. Fue entonces, al cruzar mi mirada con la suya, cuando me di cuenta de que aquel era un conductor peligroso. No recuerdo sus rasgos faciales, pero sí el color de sus ojos, que eran azules o castaños. Además, por si le sirve de algo en su informe policial, le diré, contramaestre, que, a pesar de no recordar sus facciones, aquel tipo tenía cara de llamarse Demetrio.
En seguida me arrepentí de haberle mirado así, porque debió tomárselo a mal. ¿Qué por qué?. ¡Y yo que sé!. Enfermos mentales los hay a montones y, hoy día, a cualquiera le dan el carnet de conducir carritos de supermercado o el de desparasitar chihuahuas gigantes de pelo largo. Ya no se puede salir a la calle, porque en cuanto miras mal a alguien y le haces un corte de mangas, intentan atropellarte con lo que tengan más a mano.
Yo, entonces, haciendo acopio de todo mi valor y hombría, agaché la cabeza y puse en marcha mi carro, intentando pasar desapercibido entre los conductores que en ese momento me rodeaban, tres señoras mayores con sendos vehículos cargados de comida para peces, para gatos, para perros y para ornitorrincos de cola azul. No sé cómo, pero, a pesar de mi hábil maniobra, me localizó y atacó.
Fueron las tres viejecitas las primeras víctimas del sádico. Sorprendidas mientras discutían en medio del pasillo de las compresas con alas sobre qué alimento era más adecuado para los ornitorrincos de cola azul (el seco, el hidratado o el enriquecido con uranio), no les dio tiempo de apartarse, ni de llegar a una conclusión sobre tan interesante debate. Aquel sádico las arrolló con su vehículo, dejándolas allí, tiradas por el pegajoso suelo mientras la comida de sus mascotas se dispersaba en el aire. El choque fue tan violento que los copos de comida formaron en su dispersión por la atmósfera del supermercado la típica nube en forma de hongo.
Pero a mí casi no me dio tiempo de ver tan dantesco espectáculo. Entre la humareda alimenticia, surgió de repente aquel tipo, dirigiéndose hacia mi vehículo a más de cien por hora. Afortunadamente, pude esquivarlo en el último momento, antes de que me aplastara contra una estantería. Él derrapó tras de mí, rozando el estante. El aire se impregnó del olor de ruedecillas de plástico quemadas y las chispas saltaron desde el lateral de su carrito hacia las compresas de la estantería, que comenzaron la hoguera que devora, mientras hablamos, medio supermercado.
Sólo pude correr. El vehículo del sádico venía detrás y se podía oír la vibración de una de sus ruedas mientras se acercaba a mí inexorablemente. Aunque puse todo mi empeño en dejarlo atrás, él tenía más potencia y, tras echar fuera de la calzada tres carros más y pasar a través del cargamento de anticongelante que un empleado acarreaba hacia el vecino pasillo de automoción, logró ponerse en paralelo conmigo. Yo hice una maniobra desesperada, frenando de golpe. ¿Qué habría hecho usted en mi situación, señor cura?.
Pero no calculé la inercia de las dos cajas de leche semidesnatada que llevaba. Yo quería detenerme, pero la leche quería seguir adelante. Así que perdí el control y fui arrastrado por mi vehículo en una alocada carrera por el pasillo de las galletas. El sádico permaneció a mi derecha, riendo sin parar mientras empujaba con su carro el mío, acercándolo peligrosamente al expositor de Fontaneda. Las galletas pasaban a toda velocidad a mi lado y yo me aferraba al carro para no caer en marcha.
Entonces lo vi. Un inmenso hombre – galleta sonriente salió de un estrecho pasillo lateral, rodeado de chicos que le pedían golosinas mientras le escupían y le daban patadas en la espinilla. Grité, grité con todas mis fuerzas, pero los berridos de la jauría de enardecidos enanos ocultaron mis avisos. Un segundo antes del impacto, el hombre – galleta vio lo que se le venía encima. Los chicos se apartaron, dejando al monigote de dos metros y medio ante mis dos cajas de leche descontrolada. Su sonrisa, cosida en la tela, se tornó en aterrada mueca justo antes de que lo arrollara mi improvisada locomotora, que prosiguió su camino unos metros más, hasta que la jauría infantil se reagrupó para realizar un demoledor ataque que logró detenerla y volcarla.
Afortunadamente, yo logré saltar a tiempo. Mi perseguidor, tras ejecutar un trompo y tocar el claxon, se perdió entre los chicos, el charco lácteo y las llamas del incendio.
¿Qué quiero hacer?. Denunciarlo, por supuesto. Usted, cabo furriel, comprenderá que no se puede ir por ahí alocadamente, pensando que se es dueño y señor de los pasillos del supermercado y, sobre todo, sin mirar a los lados cuando se incorpora uno a una vía principal conduciendo una galleta.
