Pese a pertenecer a dos ideologías muertas, socialistas e islamistas continúan teniendo vara alta. Y con el denominador común de la subvención y la expoliación a las clases medias.
Junto con el del islamismo –una religión muerta, que ha generado sociedades desestabilizadas, gentes que oscilan entre el fanatismo y el servilismo, con pulsión de suicidio colectivo- el otro gran fracaso planetario que arrostramos es el del socialismo. El socialismo como ideología ha muerto, pero obviamente le han sobrevivido los socialistas. He contado en El manifiesto de las clases medias el itinerario ideológico e histórico de los socialistas para instalarse en los Presupuestos y convertirse en un simple pero eficaz sistema de expoliación de las clases medias, mediante la burocratización de la docencia, la cultura, el cine y el control de los medios de comunicación.
A pesar de su historia de crimen, genocidio y miseria, a pesar de que en su debe no sólo están los exterminios del comunismo –de Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Menghisthu, Ho Chi Minh, Castro- sino también los del nazismo y fascismo –dos movimientos de izquierdas, la escisión nacionalista del tronco común, con Hitler, Mussolini, Laval, Drieu La Rochelle, Quisling–, la izquierda sublima su depredación –se autoexculpa de la bajeza moral de su parasitismo- mediante el desarrollo de una mentalidad de ungidos, que pasa por el dogma de la colectiva inmaculada concepción de sus militantes apesebrados. La vieja y esclerótica vanguardia revolucionaria se ha trastocado en una élite bienpensante de funcionarios de la mente que se cree llamada a conseguir el progreso moral del mundo, a golpe de talonario, eso sí, y del talonario de los demás. Lejos de permitir que cada uno busque la felicidad y el progreso moral como tenga a bien entender, nuestros ungidos consideran que el hombre y la sociedad son moldeables mediante dosis de coerción estatal y de confiscación fiscal. Esa mezcla de pesebre e iluminismo explica la obsesión por poner en marcha, en medio del desastre educativo, la asignatura de Educación para la Ciudadanía.
Ajenos a cualquier noción de libertad personal, pensando siempre en categorías colectivas, aficionados por instinto a la ingeniería social, tienden a creer que cualesquiera de los males del mundo –delito, guerra, violencia- tiene una causa objetiva que es preciso eliminar. Así, el terrorismo es por causa de la pobreza –y de la opresión de Occidente- y no del fanatismo y a pesar de la evidencia de que muchos de los terroristas islamistas, por ejemplo, pertenecen a adineradas familias saudíes. Cuando se les trata de hacer ver sus groseros errores, nunca cuestionan sus planteamientos, como si de una secta se tratara, sino que de inmediato anatemizan. Desde su despótica arrogancia, tienen por ignorante a la plebe, necesitada de ser de continuo adoctrinada.
Sin respeto al esfuerzo personal, al mérito, a las virtudes humanas y al espíritu emprendedor, abundan en conceptos genéricos y vaporosos –tienden a la inflación verbal y hablan como clérigos laicos- como cambio y progreso, para el final confiarlo todo a la intervención del Estado. Quizás una de las manifestaciones más toscas de los efectos perversos de esta invertida mentalidad es al derivación, con Zapatero, del programa electoral a una auténtica subasta del voto y del Presupuesto. Reacios a respetar los derechos personales inventan esotéricos derechos sociales.
Los ungidos van eligiendo grupos mascota a los que aman. Colectivos humanos a los que deciden proteger –a cambio de su voto- para mantenerlos en la inmadurez y en la dependencia. De esa manera, se convierten en el objeto de sus desvelos sobreprotectores, siempre a costa del contribuyente, siempre mediante la expoliación de las clases medias. En realidad esos dineros esquilmados no llegan casi nunca más allá de los dirigentes de los lobbys, de la tecnoestructuras de las ONGs, de la directiva y los instalados de la SGAE, de los zerolos de las asociaciones de gays, lesbianas y transexuales. A medida que vedan a los grupos mascotas las oportunidades de la competencia y les mantienen en interminables colas burocráticas a la espera del cheque y la subvención, eliminada la ética del trabajo y desincentivado el sentido de superación, los miembros de los grupos mascota son llevados al gueto y la marginalidad. Entonces, los ungidos se muestran más buenistas, emotivos y protectores. Lejos de reconocer su fracaso, los ungidos se disponen a siempre a intervenir más y a expoliar más a las clases medias. De ahí que los socialistas aman tanto a los pobres que siempre los han creado por millones.
La emigración es, en buena medida, el producto de esos dos fracasos planetarios: el del islamismo y el del marxismo. Los flujos migratorios a la búsqueda de un horizonte, y aún de supervivencia, son, con frecuencia, huidas de sociedades sometidas a alguno de esos fracasos.
La religión islámica nunca ha conseguido dar el mínimo de estabilidad a las sociedades en las que ha prendido y a las que ha sometido a su extraña y completa confusión entre lo divino y lo humano. La historia de los musulmanes está entreverada de sañudos conflictos y guerras de religión; la religión islámica ha provocado históricamente esclerosis en las sociedades y las ha terminado por anclar en el tiempo, por un conjunto de errores entre los que no son menores la poligamia –que impide la capitalización- y el sometimiento de la mujer en niveles de inferioridad coránica frente al varón. Los antiguos esplendores islámicos cesaron cuando se secó la vitalidad de las sociedades a las que conquistaron.
Desde el golpe de Estado de Ataturk en Turquía, que puso fin al último califa otomano, la religión islámica es una religión fracasada, muerta, en la que el suicidio de los integristas es la metáfora del suicidio colectivo, de la búsqueda del califa perdido.
Por la mezcla de lo religioso y lo político, el islamismo sólo ha producido satrapías, sin seguridad jurídica, con concentración del poder y la riqueza en unas pocas humanas, sobre una masa de gentes sometidas al servilismo.
Es la población emigrante musulmana la que plantea mayores problemas de integración en Europa. De una manera curiosa, y casi suicida, las naciones europeas se dedican a subvencionar a esas poblaciones, en sus manifestaciones más extremistas e integristas, subvencionando sus mezquitas y sus grupos más radicales. De esa forma, lejos de conseguir la integración, lo que se fomenta es el dominio de los grupos integristas y la generación de una comunidad musulmana inasimilable, de cuyo interior surgen, de tanto en tanto, terroristas, con un odio genocida hacia los valores occidentales y hacia los que El Corán diaboliza continuamente como infieles.
La natural capacidad de seleccionar la inmigración que corresponde a la sociedad receptora ha de llevar a una reducción sustancial de los contingentes migratorios musulmanes, cuyas costumbres chocan, con frecuencia, con los valores occidentales de libertad y con el mismo principio democrático de igualdad de todos ante la ley.
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