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Autor Tema: GÖTTERDÄMMERUNG (EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES)  (Leído 6423 veces)
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« Respuesta #10 : 13 de Febrero 2005, 06:03:18 »

(continuación...)

     “En el caso al que hacía referencia, un maestro pide a dos de sus discípulos que vayan a buscar camellos y les hagan saltar un muro. El primero no se mueve, en tanto que el segundo lo intenta, sin lograrlo. Más tarde el primero explica su actitud diciendo que el sentido común y la inteligencia le decían que se trataba de algo imposible. Entonces, el maestro le despide. Luego, se dirige al segundo discípulo y le pregunta por qué había intentado lo imposible. ‘Yo sabía que tú sabías que era imposible –responde el discípulo-; yo sabía que la solución fácil consistía en decir ‘el sentido común me impide intentarlo’, y que solamente un individuo superficial podía pensar de esa manera. Todos tenemos el suficiente sentido común para negarnos a obedecer cuando ello es preciso. Yo sabía, entonces, que tú querías poner a prueba mi obediencia y mi rechazo a las opciones fáciles”.

     “Así oí hablar al tercer hombre. Y luego de él –continúa escribiendo Odis— otro más intervino, dirigiéndose a su auditorio en las siguientes palabras:

     “Cuenta la tradición, diciendo del ilustre Attar, famosísimo médico antiguo, que un día en que él curaba a sus enfermos, se detuvo ante su comercio –donde vendía medicamentos- un mendigo y le pidió limosna. Al ver que no se acercaba limosna alguna, hizo entender a Attar que también él terminaría muriendo, y le preguntó de qué manera. “Igual que tú –le contestó Attar-; ahora, dime cómo morirás tú”. “Así”, respondió el mendigo, que se acostó y murió. Después de este incidente, Attar habría renunciado a todos sus bienes para consagrarse únicamente a la búsqueda mística.
     “Tal es, sin más, mi historia”.

     “Nada más dijo este hombre, y ya ningún otro habló esa noche, pues estaba a punto de amanecer. Pero a la noche siguiente comenzó a hacer su historia otro hombre, que llegó a ser el quinto que yo escuché. Su narración fue presentada en estas palabras:

     “En mi época de estudiante, cierta vez mi maestro de filosofía me narró el siguiente incidente de su juventud:
     “Yo aprendí la gnosis –me explicaba- de un monje cristiano llamado el Abate Simeón. Una vez que lo visité en su celda le dije: ‘Abate Simeón, ¿cuánto tiempo hace que vives en esta celda?’ ‘Setenta años’. ‘¿De qué te alimentas?’ ‘Oh, Hanifita, ¿qué motivo te lleva a hacerme semejante pregunta?’ ‘El deseo de saber’, le respondí. Entonces me dijo: ‘Un garbanzo cada noche’. Le dije: ‘¿Qué es lo que te anima para que te baste ese garbanzo?’ Y me respondió: ‘Una vez al año vienen hasta mí, ornamentan mi celda y hacen una procesión en su derredor en signo de reverencia; en las ocasiones en que mi espíritu está cansado de rezar, pienso en esa hora y soporto las penas de todo un año en función de una hora. Hanifita, soporta pues las penas de una hora por la gloria d la eternidad”. En ese momento la gnosis se instaló en mi corazón”.

     “Tal fue la historia que mi maestro me narró hace ya varios años; anécdota que ha vuelto a mi memoria luego de todo este tiempo, y que he querido compartir con ustedes esta noche”.


     Esto dijo el quinto hombre que yo oí hablar, al cual sucedió el sexto, con estas palabras:

     “Hablan las crónicas del Sudán que, hace ya muchos años, vivía en aquél país una mujer de nombre Farizada y considerada como la santa más importante de cuantas ha habido hasta ahora. Farizada había consagrado su amor a Alah en forma exclusiva y solía obsesionarla el sentimiento de su presencia inmediata. Siempre se negó tanto a casarse como a atenderse cuando estaba enferma, ya que veía en la enfermedad la expresión de la voluntad divina, haciendo caso omiso del fenómeno. “En mi caso –decía- dicha existencia no es, ya que yo he dejado de existir y estoy muerta en mí. Existo en el Creador y soy enteramente suya. Vivo a la sombra de Su mandato”. En otra parte, dice: “Si te adoro por temor al Infierno, quémame en el Infierno; si te adoro en la esperanza del Paraíso, exclúyeme del Paraíso. Pero si te adoro por Ti mismo, no me prives de tu Belleza eterna”.


     Y a continuación escuchamos al séptimo, hablando en esta forma:

     “Dicen que cuando Alah era más sabio y más piadoso, hubo en el pasado de las edades un rey entre los reyes, un maestro en armas y en ejércitos, en vasallos y en señores; y este maestro del tiempo y el pueblo fue un opresor para ambos, atrayendo el infortunio sobre sus súbditos y esclavos.
     “Un día, entre un grupo que hablaba en secreto, fue asesinado en medio del mercado; pero un sabio entre los sabios confortó al pueblo con una profecía, diciéndoles que llegaría un liberador procedente de las nubes. Y el pueblo clamó: “Miraremos a las nubes, pero si los grandes no tienen el poder de salvarnos del tirano, ¿cómo un pobre lo hará?” Y el sabio replicó: “Tened fe, confiad en Alah, pues llegará el día en que del firmamento bajará un niño; un niño desconocido montado sobre una nube. Pero la nube será tan fuerte como una montaña bajo la nieve, y desde las alturas del cielo el niño destruirá al tirano con la flecha de la justicia”.
     “Esto dijo el sabio al pueblo de la India; palabras que guardaron y supieron recordar día tras día, mes tras mes, en espera del milagro. Y según cuenta la leyenda, un día Shiva tuvo un hijo con una encarnación femenina de Vishnú –dos de los dioses de la trilogía hindú—, que se llamó Manikhanta, al que enviaron a la Tierra para terminar con la mujer—demonio Mahashi, que tenía aterrorizados a los humanos. Manikhanta fue descubierto una tarde por el rey, que encantado por su belleza lo adoptó. El niño creció en la corte y se convirtió en un joven príncipe heredero. Pero la reina, celosa porque su propio hijo, nacido bastante después que Manikhanta, no heredaría el trono, decidió deshacerse de él. Para eso le pidió que fuera al bosque a buscar leche de una hembra de tigre con el fin de curarse de una enfermedad que le aquejaba. Tras muchas vacilaciones, el rey concedió a Manikhanta el permiso para acudir en busca de la leche de tigre, pero le dio para que se alimentase durante el viaje un pequeño turbante negro en cuyo interior se encontraba un coco lleno de arroz. Manikhanta se puso el turbante en la cabeza al estilo indio. Una vez en el bosque el joven se encontró con la mujer—demonio, a la que dio fin en un combate singular, volviendo a la corte acompañado de un ejército de tigres hembras. Viéndole, y comprendiendo su divinidad, el rey y la reina se postraron a sus pies para implorarle que tomara posesión del reino, pero negándose, Manikhanta tomó un arco y lanzó una flecha a través de los aires. La flecha fue a caer en las inmediaciones de una aldea, donde su padre el rey debería levantarle un templo, aún existente en la actualidad.
     “En el momento del adiós, Manikhanta prometió al rey que cada año se aparecería en la montaña bajo la forma de una luz, después de que dos águilas blancas sobrevolaran dos veces alrededor del templo. Después, desapareció en el bosque”.

     Tal la historia del séptimo narrador, luego de cuyas palabras hizo su aparición triunfante el esplendoroso Sol matinal.


(continuará...)
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« Respuesta #11 : 13 de Febrero 2005, 06:05:00 »

(continuación...)

     Pero a la noche siguiente, el octavo hombre se convirtió en el centro de la atención de todos nosotros hablándonos en estas palabras:

     “Poco antes de fallecer, mi anciana madre nos llamó a mí y a mi hermano, diciéndonos lo siguiente:

     “Hijos míos, voy a contarles una cosa que he conservado en el fondo de mi ánima como el mayor de los secretos, pero que les daré a conocer pues siento cercano el momento de mi muerte. Escúchenme con atención, que quien sabe escuchar tiene todas las puertas abiertas.
     “Mi historia se refiere a mi primera infancia, y cómo es que pude continuar con vida hasta hoy. La familia con la que pasé la mayor parte de mi vida no fue aquella que me vio nacer puesto que, una tragedia tras otra, el Destino la fue borrando de este mundo.
     “Vivía mi familia en esa época en una zona bastante alejada de aquí, por donde corre un río llamado “Río de Oro”, en vista de la abundancia de dicho metal. Dos meses antes de nacer yo, una mañana dicen que mi padre se despertó sobresaltado y presa de una agitación inesperada pues, según comentó rato después, su madre le había llamado desde el Cielo durante el sueño. Así es que todo ese día lo pasó tratando de explicarse dicho suceso; pero, no encontrando ninguna causa que justificase tal aparición en sueños, pronto continuó con sus actividades diarias. Porque debía alimentar a mi madre y a mi hermano.
     “Pero cuál no sería la sorpresa y la amarga angustia de mi madre cuando, tres días después del incidente, mi padre amaneció fallecido en el lecho matrimonial. Así, y de una asombrosa manera, parecía cumplirse el sueño de mi padre.
     “Sin embargo, y aunque debió asumir ella sola las tareas rurales cotidianas luego de mi nacimiento, no se encontraba mi madre si compañía, puesto que también vivía en esa casa su padre; es decir vuestro bisabuelo. Poco tiempo después, cuando mi hermano contaba apenas cinco años escasos y yo apenas seis o siete meses, dicen que mi abuelo comenzó a perder el buen sentido y el juicio, hablando incoherencias cada vez con mayor frecuencia, lo que hacía perder la paciencia y la serenidad a mi pobre madre.
     “Hasta que un día, poco después de salir ella de la casa para cumplir con su tarea, parece que el anciano, en un acceso de locura mayor que de costumbre, tomó un cuchillo de los que se usan en la cocina para cortar la carne y las verduras, soltándolo con cierto ímpetu hacia donde estaba mi hermano; y con tanta mala suerte realizó su trayectoria el cuchillo, que fue a cortar gravemente el vientre de mi pobre hermano, antes de detenerse en su funesta carrera junto a una cama. Así es que, reaccionando repentinamente y viendo lo que había hecho, dicen que este hombre tomó nuevamente el arma y se cortó las venas.
     “Pero mi hermano, con una heroicidad ejemplar, tomó un retazo de tela gruesa y lo envolvió alrededor de su abdomen. Tras de lo cual me levantó en sus tiernos brazos y me llevó tan lejos como le permitieron sus ya menguadas fuerzas; hasta que llegamos al Río de Oro, junto a cuyas orillas me dio de beber para acostarse rendido por la fatiga y ya no levantarse jamás. Y así es como, desde ese momento y hasta hoy, se le conoce a mi hermano como “El Niño del Río de Oro; porque también de oro fue su alma y su acción, al salvarme de la salvaje locura destructora de nuestro abuelo.
     “Sobre nuestro destino inmediato pocas son las noticias que tengo. Según algunas informaciones, un pastor de la zona nos habría visto, y alertó de esta manera a mi madre y a los vecinos, que pudieron así salvarme y dar sepultura digna a mi hermano. A él le debo mi vida, y con él subo a reunirme. No olviden esta historia, hijos míos; recuérdenla intensamente, que en sus memorias es donde viviré eternamente, y mi difunto hermano resucitará conmigo de esta manera.
     “Adiós, hijos de mi cuerpo y de mi alma; me voy hacia otros horizontes. Mi vida se perpetúa en la de ustedes y vuestros descendientes; mi recuerdo también”.

     “Y nada más nos dijo mi madre a nosotros dos. Fieles, pues, a nuestra promesa, hemos narrado esta historia a nuestras familias. Y ahora yo hago a ustedes partícipes del hecho. Nada más tengo para decirles yo por esta noche”.

     Así habló, sin más, este hombre, al cual sucedió esa misma noche otro, que llegó a ser el noveno que yo escuché. Habló en estos términos:

     “Recuerdo que cuando yo era pequeño, mi padre me narró una historia que a su vez le había contado su padre, que había oído de un comerciante muy anciano llegado a la ciudad hacía tiempo. En fin, dice la historia en cuestión que una vez este mercader, volviendo de hacer negocios con las islas de los mares del Sur, tuvo la oportunidad de conocer muchas tribus de todo punto distintas a nosotros. Y pasando por una de estas islas, se dice que vio el templo y la residencia de una serpiente monstruosa, que los habitantes habían elegido por dios, y alimentaban con carne humana. Era del grueso de un camello, tenía treinta pasos de larga, la cabeza muy grande, y los ojos pequeños. Sus mandíbulas, cuando las separaba, descubrían dos hileras de dientes encorvados. Tenía todo el cuerpo recubierto de escamas redondas de gran espesor, excepto la cola, que era lisa.
     “Este mercader, aunque los nativos no pudieron convencerlo de que este monstruo pronunciaba oráculos, se aterrorizó extraordinariamente la primera vez que lo vio; y su terror subió de punto cuando, al hacer fuego sobre él con una antorcha, lanzó un rugido como el del león, y de un coletazo conmovió la torre entera.


(continuará...)
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« Respuesta #12 : 13 de Febrero 2005, 06:06:32 »

)continuación...)

     “Parece ser también que estos individuos creen que su situación en el otro mundo será la misma en que se hallen al morir; de aquí su deseo a escapar de los problemas de la vejez. Así, no bien siente alguien aproximarse su vejez, notifica a sus hijos que ha llegado la hora de su muerte. Si descuida hacerlo, los hijos toman el asunto por su cuenta. Se celebra una consulta de familia, se señala el día, y abren la sepultura. La persona de edad puede elegir entre ser enterrada viva o ser estrangulada.
     “El mercader, de nombre Al-Hadi, que presenció una de estas ceremonias, la describe en los términos siguientes:

     “Un joven fue a invitarme para que asistiera a los funerales de su madre, que iban a verificarse en aquel momento. Yo acepté la invitación y me uní a la comitiva; pero, sorprendido de no ver a ningún cadáver, pregunté sobre el particular, y entonces el joven me señaló a su madre, que marchaba con nosotros tan viva y animada como cualquiera de los presentes, y no menos satisfecha al parecer. Entonces manifesté mi sorpresa al joven, preguntándole cómo había podido engañarme de esa manera diciéndome que su madre había muerto cuando estaba viva y sana. El joven me respondió entonces que habían celebrado el festín mortuorio, y que a la sazón iban a enterrarla, que era anciana, que él y su hermano pensaban que ya había vivido demasiado, y era tiempo de enterrarla, a lo que la madre se había prestado gustosa. Él había ido a buscarme para que rezase por ella.
     “Añadió que obraban así por amor a su madre, que movidos por ese mismo amor iban entonces a enterrarla, y que nadie sino ellos podía ni debía cumplir esa sagrada obligación. Yo hice cuanto pude por impedir acto tan diabólico, pero por toda respuesta me dijeron que era su madre, que ellos eran sus hijos, y que debían darle muerte. Así es que llegando a la sepultura la madre se sentó; sus hijos, nietos, y demás parientes y amigos se despidieron de ella cariñosamente; los hijos le arrollaron al cuello una cuerda, dándole dos vueltas, tiraron de los extremos y la estrangularon; después de lo cual la depositaron en la tumba con las ceremonias usuales”.

     “Tras de lo cual –continúa escribiendo en sus notas el viajero Odis— el Sol apareció en todo su esplendor y ya nadie más contó su historia”.

     Y luego de esta noche ya no permaneció por más tiempo en la ciudad de Gao, continuando su camino por pueblos y países hasta llegar a nuestro Egipto, donde consignó los grandes progresos realizados por el Islam, destacando la cohesión existente entre todos los correligionarios, así como dejó constancia fiel de haber oído la historia de los hoy llamados “Colosos de Memnon”, que son dos estatuas erigidas en honor de dicho faraón antiguo.
     “Me dicen –escribe— que en una época, una de estas dos estatuas era llamada “la piedra que canta” por algunos poetas griegos muy imaginativos. Según ellos, Memnón era hijo de la Aurora y de Titón, rey de Egipto y de Etiopía. Al ser muerto en combate por Aquiles, su madre la Aurora suplicó envuelta en lágrimas al poderoso Júpiter que resucitara a su hijo, por o menos una vez cada día. Así ocurrió, pues: cada mañana, al ser iluminado por los rayos de la Aurora, respondía a su madre con un largo y dolido lamento.
     “Otra leyenda dice que una vez el suelo se movió, destruyendo la antigua ciudad de Tebas y sus monumentos. Así es como una de esas colosales estatuas se partió de arriba abajo hasta la cintura. Desde ese momento, cada mañana al salir el Sol, se oía un sonido largo, armonioso, parecido a un lamento.
     “Sin embargo, los sabios en sus crónicas afirman que este monumento, y toda la ciudad que aquí se erigía, fueron víctimas del vandalismo del rey Cambises y los sonidos eran producidos por el calor del Sol al penetrar en las frías grietas, que durante las noches heladas perdían todo su calor, y hacía vibrar el aire entre ellas.
     “Con el tiempo, el Coloso quedó restaurado con el advenimiento del emperador Septimio Severo, y cesaron los lamentos”.

     De aquí pasa a Damasco, donde registra en sus notas el ascenso al trono de la dinastía Omeya. Lo vemos luego viajando hacia el Sur hasta alcanzar la ciudad de Medina, donde se halla la tumba del Profeta (¡con Él la plegaria y las bendiciones!).

     “Se dice en esta ciudad de Medina –escribe Odis—, que hace unos años vivió un gran Profeta de nombre Mohamed, es decir “El Muy Alabado” en su idioma, cuyo suegro, cierta vez, habiéndolo ofendido con una palabra imprudente, se arrepintió y, a partir de entonces, llevó siempre al cuello una piedra, que se ponía sobre la boca en presencia del Profeta, a fin de evitar la reincidencia”.

     Pasa luego por Anatolia y más tarde aún por Persia, para arribar posteriormente a India, donde todavía los ejércitos musulmanes no habían posado sus pies.
     Llega luego a China, donde en la corte imperial oye hablar, por boca del mismo emperador, la historia del viajero Yuan Chuang, contemporáneo suyo. En sus notas, Odis tuvo buen cuidado de registrar lo que de este hombre oyó decir, consignando que “... cierto ilustrado y devoto budista, llamado Yuan Chuang salió de Singan, capital de Tai-Tsung, emprendiendo un gran viaje a India. Estuvo ausente dieciséis años; regresó en el año 23 de la Hégira y escribió un relato de sus viajes, atesorado como gran libro de la literatura china.


(continuará...)
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« Respuesta #13 : 13 de Febrero 2005, 06:09:27 »

(continuación...)

     “De infinita credulidad, no pasaba por monumento o ruina sin oír algún relato fabuloso que le concerniera. Las ideas chinas de dignidad literaria le impidieron quizás contarnos detalladamente su manera de viajar, quién le acompañaba, dónde se alojó, y cómo pagó sus gastos.
     “Enorme fue su viaje. Fue y volvió por la ruta del Pamir, por el camino septentrional cruzando el desierto de Gobi; pasó por las estribaciones meridionales de los Tien Shen rodeando al vasto lago azul de Issik Kul, y llegó a Tashkent y Samarkanda, siguiendo por el Paso de Khyber y Peshawar. Volvió por el camino meridional cruzando el Pamir del Afghanistán a Kashgar; y siguiendo las estribaciones de Kuen Lun, para llegar otra vez a su camino de salida próximo al solitario extremo de la Gran Muralla. Tanto uno como otro camino exigieron duras ascensiones. Catorce años estuvo en India, recorriéndola desde Nepal hasta Ceilán.
     “Había en ese entonces un edicto imperial que prohibía los viajes al extranjero; de modo que Yuan Chuang salió de Singan como criminal huido, y le persiguieron para evitar que llevara a cabo sus propósitos. Se extravió en el desierto de Gobi, y estuvo dos días con sus noches sin agua; cuando cruzó las montañas, murieron helados doce de sus compañeros.
     “Hace mención de diversas ciudades y jefes, aliados o tributarios, más o menos nominales, de China, y entre otros del Khan de los turcos, magnífico personaje vestido de raso verde y largo pelo atado con seda.
     “No dejó de anotar en su libro “Vida” –escribió Odis— el modo en que fue recibido Yuan Chuang por el Khan, quien estaba muy gozoso y mandó sentarse a los recién llegados; luego, comieron y bebieron hasta la saciedad en compañía de música. Después del festín, Yuan Chuang aprovechó a exponer al Khan las doctrinas de las “diez virtudes”, de la compasión por la vida animal y de la emancipación. El Khan, levantando las manos se inclinó, y con alegría creyó y aceptó la enseñanza.
     “Describe a Samarkanda como una ciudad amplia y próspera, ‘... gran depósito comercial, rodeada de fértiles campos, abundante en árboles y flores, pródiga en hermosos caballos. Sus habitantes son hábiles trabajadores, listos y enérgicos’.
     “Sin embargo –escribe Odis, comentando el libro “Vida” de Yuan Chuang— cuando la narración se acerca a lo que vio en India, el piadoso e ilustrado peregrino se sobrepuso al viajero, y el libro aparece repleto de historias monstruosas de milagros increíbles. Ya en ese entonces, la fe de Buda se perdía en una selva de absurdos escombros, en una filosofía de infinitos Budas, cuentos de apariciones de pantomima, inmaculadas concepciones por elefantes de seis colmillos, príncipes caritativos que se entregan a tigres hambrientos, templos construidos sobre una sagrada uña, etcétera. Y en competencia con este budismo, minado intelectualmente como estaba, el Brahmanismo iba ganándole terreno, lo cual anota Yuan Chuang muy pesaroso.
     “Al lado de tantas muestras de gran decadencia intelectual en India, con gran frecuencia Yuan Chuang habla de ciudades arruinadas y abandonadas. La ruina, sin embargo, no era universal; por lo menos, queda mención de ciudades y villas populosas y de cultivos laboriosos.
     “En su libro “Vida” deja constancia de las dificultades durante el viaje de regreso a China: cayó en manos de unos ladrones, el elefante que llevaba la mayor parte de lo que poseía se ahogó, y le costó mucho trabajo hallar nuevos medios de transporte.

     “Su regreso a Singan fue un triunfo. Hubo correos que adelantaron la noticia de su llegada. Fue como un día de fiesta; las calles estaban adornadas con alegres banderas y animadas por la música. Fueron necesarios veinte caballos para transportar el fruto de sus viajes. Trajo consigo centenares de libros budistas en sánscrito; también muchas imágenes, grandes y chicas de Buda en oro, plata, cristal y madera de sándalo; además, no menos de ciento cincuenta reliquias de Buda bien autentificadas. Yuan Chuang fue presentado al emperador, que le hospedó en palacio y le hizo referir, día tras día, las maravillas de las extrañas tierras en que tanto tiempo se detuvo. Pero cuando el Emperador le preguntaba acerca de India, el peregrino sólo se mostraba dispuesto a hablarle del budismo.

     “La subsiguiente historia de Yuan Chuang contiene dos incidentes que iluminan los trabajos mentales de aquel gran monarca Tai-Tsung. Es evidente que la bondad natural de las religiones le parecía a Tai-Tsung la misma bondad fundamental. Y así era natural que propusiera a Yuan Chuang el abandono de la vida religiosa para que se consagrara a sus asuntos extranjeros, proposición que a Yuan Chuang, de momento, no le pareció aceptable. Insistió entonces el emperador en que por lo menos le hiciera un relato escrito de sus viajes, y así se logró este tesoro literario. Por último, Tai-Tsung propuso a aquél hombre tan saturado de budismo que hiciera uso de su conocimiento del sánscrito para traducir las obras del gran maestro chino Lao-Tse, a  fin de ponerlas al alcance de los lectores de India. Yuan Chuang rechazó la propuesta, se retiró a un monasterio, y pasó el resto de sus años ocupado en traducir cuanto pudo de la literatura budista que trajo consigo a una elegante lengua china.
     “Esto es, pues, lo que he podido confirmar de este viajero”.

     Las próximas noticias que de él se tienen es que viaja por Mongolia, el montañoso país de los invasores nómadas. La Mongolia, con sus áridas y terribles montañas, con sus altiplanos sin límites, ha dado vida a un misterio que es conservado celosamente por los lamas del Tíbet; este mito, ese fenómeno de carácter tan esotérico y misterioso, es lo que ellos llaman Mundo Subterráneo.
     Cuenta Odis que:

     “Viajaba yo por el legendario país de los pastores mongoles, cuando en un momento, imprevistamente, mi guía dijo: “¡Detente! ¡Detente!” mientras atravesábamos un altiplano.
     “Su camello se arrodilló sin necesidad de recibir la orden. El mongol levantó entonces sus manos como en un gesto de adoración, y repitió la frase sagrada: “Om mani paeme hum”.
     “Los demás detuvieron inmediatamente sus camellos y se pusieron a orar. “¿Qué ocurre?”, pregunté estupefacto, deteniendo mi camello. El guía me hizo una seña para que me mantuviera en silencio, y todos continuaron rezando durante unos instantes; luego volvieron a sus camellos, reanudando la marcha.


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« Respuesta #14 : 13 de Febrero 2005, 06:11:34 »

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     “Fíjate –me dijo mi guía-. Los camellos, asustados, sacuden las orejas; los caballos parecen aguardar algo; los pájaros han dejado de volar y los perros de ladrar. El aire vibra suavemente y se oye un sonido que penetra los oídos de hombres y animales. Todos los seres vivientes, asaltados por el miedo, se postran a orar. En este momento, el Rey del Mundo, en su palacio subterráneo, está profetizando el futuro de todos los pueblos de la Tierra”.
     “Así habló el viejo mongol. Y nada más pregunté yo, pues me di cuenta que él no quería decir más, aunque a todas luces resultaba evidente que este hombre sabía más de lo que habló”.

     El próximo lugar del que tenemos noticia certera que visitó fue Mul-Java , donde oyó hablar de una singularísima leyenda sobre la creación del Mundo, historia esta que es originaria de las islas ubicadas en los Mares del Sur. Según la misma, los isleños creían que el mundo se reducía en un principio a cielo y agua, sin más que un milano entre los dos; el cual, fatigado de volar de una parte a otra sin hallar un punto de reposo, puso al agua en discordia con el cielo. Este, para mantener al agua dentro de sus límites e impedir que se creciera, la sobrecargó de islas, donde el milano pudiera posarse y dejarlos en paz. La especie humana –decían— nació de una caña grande de dos nudos, que andaba flotando por el agua hasta que las olas la arrojaron a los pies del milano, una vez que él estaba a la orilla. El milano la abrió con el pico; de uno de los nudos salió el hombre, y del otro la mujer. Los dos no tardaron en casarse con el consentimiento de su dios, que causó el primer temblor de tierra; y de esa pareja descienden las diversas naciones del mundo.

     Lo encontramos luego cruzando el Himalaya, con sus angostos y tenebrosos desfiladeros, a menudo peligrosos para el forastero, ya que frecuentemente terminan al pie de una abrupta montaña y hay que volver sobre parte del camino ya recorrido hasta encontrar la ruta correcta.
     Cada arriesgada travesía enfrenta, hasta a los más conocedores, a graves riesgos naturales, más serios de los que pueden darse en cualquier otro punto del mundo. Monzones asiáticos, tormentas de hielo y espesos bancos de nubes al ras del suelo convierten cada viaje en una arriesgada aventura.
     “... me cuenta mi guía en esta zona, que “algunos viajes por estas regiones son auténticas pesadillas. A veces nos vemos obligados a marchar por caminos tan elevados que se nos escarcha contra la barba el vapor de la respiración. Se ha dado repetidamente el caso, cuando la visibilidad es muy escasa, de que más de un viajero inexperto se ha despeñado por el costado del desfiladero. Es algo que ataca a los nervios ver lo que sucede, y saber que es imposible ayudar o evitarlo”.
     “En esas conversaciones íbamos, cuando de pronto el camino desvió hacia la derecha, bordeando la falda de la montaña a media altura, quedando allá abajo la vista de un valle plano. Inmediatamente debajo de nosotros vimos una gigantesca pirámide blanca. Estaba recubierta de un material blanco resplandeciente, que bien podía ser metal o algún tipo de piedra. Era del más puro blanco por todos lados. Lo más notable era la cima de la pirámide, que parecía una enorme joya y aparentaba ser de cristal.
     “No hubiéramos podido bajar hasta allá aunque hubiésemos querido hacerlo. No había manera de bajar por el precipicio que nos separaba de aquello. Sin embargo, nos había dejado atónitos la inmensidad de semejante cosa. No había nada en torno a ella... Sólo una gran pirámide en medio de aquél valle. Imagino que sería enormemente vieja. ¿Quién la construyó? ¿Por qué? ¿Qué hay dentro? Supongo que no conoceré nunca las respuestas a estas preguntas ...”

     Pese a la enorme dosis de curiosidad que embargaba a Odis, continuó viajando por entre montañas y mesetas, hasta dar con el valle por el que discurre el último tramo del río Ganges, “... río sagrado entre los sagrados, y santo entre los más santos de la India”, según sus palabras.
     Pasa de allí a Delhi, donde vivió en la corte del emperador por espacio de cuatro años, escribiendo durante ese tiempo una detallada crónica de sus viajes para el rey, destacando de manera especial las costumbres de los países hasta ese momento recorridos por él.


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« Respuesta #15 : 13 de Febrero 2005, 06:13:59 »

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     En esta ciudad, y por boca del mismo emperador, conoció la historia del verdugo que precedió al actual en la corte, y su desdichado fin. Habló el rey a Odis, efectivamente, de su anterior verdugo, diciéndole que “... durante 35 años fue Akil el encargado de ejecutar a todos los criminales sentenciados a muerte en la capital, Delhi. Después de haber cortado unas 160 cabezas, trató hace dos o tres semanas de cortarse la suya propia acosado por los remordimientos. Pero su mano vaciló, y el ex verdugo sólo pudo hacerse una ligera herida. Ha jurado, sin embargo, que intentará otra vez suicidarse tan pronto como aminore la vigilancia que su familia ha puesto en torno suyo.
     “Hace dos años que se retiró de esta actividad, y su hijo, que había venido siendo su primer ayudante, le sucedió en el puesto. El anciano ha cumplido la edad de 78 años y tiene ya cierta cantidad de dinero ganado y guardado por lo que recibía de extra en su trabajo; entonces, pues, decidió retirarse de esa actividad. Pero entonces sucedió una cosa extraña: se sintió de repente acosado por espantosas visiones de su vida pasada. Desde entonces, los espectros de sus víctimas le persiguen constantemente, le han quitado el descanso y hacen imposible su sueño. Por huir de ellos es por lo que el verdugo ha tratado de hacer consigo mismo lo que había hecho con tantos otros. Y no es que se le aparezcan fantasmas; no. Razona y explica perfectamente su afección en estas palabras:

     “Mi memoria se ha convertido en la facultad más poderosa de mi cerebro. El pasado ocupa exclusivamente mi imaginación, y lo hace con un vigor tal que a cada momento parece que estoy presenciando nuevamente las escenas de sangre de las que he sido actor durante mi larga vida. Vuelvo a verlo todo igual que si lo tuviera delante de los ojos: la sangre que brota, los músculos del cuello recién cortados, los cuerpos que se estremecen.
     “Mis ensueños son horribles; en ellos veo a mis ajusticiados. Sus cabezas cortadas me hacen guiños desde el cesto en que han caído; y aquellos cuerpos descabezados saltan y se sacuden. De todos brota sangre: unas veces a grandes borbotones, y las más de las veces inundando el tablado como si se derramara un líquido de un recipiente”.

     “Tal es, en suma –prosigue el rey—, lo que dice ver el antiguo verdugo”.

     Conoció también la historia de Sauab y su viaje por los túneles del Himalaya, a la cual definió como “... leyenda vilipendiosa y falsa, protagonizada por un personaje vil y carente por completo de credibilidad. No es posible ver en su aventura un solo ápice, un único atisbo de realidad ni de verdad. Sucesos como ese no merecen la más mínima seriedad ni confianza al ser escuchados, y deben ser relegados al olvido junto con sus pretendidos protagonistas”.

     También consignó Odis en sus notas la leyenda, muy extendida en la India, de un leñador que rescató del bosque a dos chicos que vivían en compañía de lobos. Pensó este hombre que pronto se adaptarían a la vida en sociedad, pero no fue así. Los chicos—lobo odiaban a las personas, se comportaban como animales enjaulados, y sólo aprendieron 50 palabras en toda su vida.
     Tal es la historia que transcribió a sus cuadernos de boca de los mismos pobladores de la India, aunque sin efectuar ningún comentario al respecto.

     Las próximas noticias que de él tenemos son que visita un imperio más al Norte que el país de los francos, reino aquél que “... está en manos de un rey maestro de la locura, muy amigo de ejecutar a los pobladores por cientos, hacerlos trabajar despiadadamente, ordenar golpearlos con los verdugos, y cientos de horrores más, los cuales me siento incapaz de repetir por la magnitud de sus bestialidades. Los protagonistas principales de estas carnicerías son, sin embargo, honrados ciudadanos que en sus vidas privadas no se diferencian para nada de los demás; poseen todas las virtudes de los pobladores de esta región: el sentido del deber, la eficacia, la capacidad para utilizar su espíritu metódico en sus tareas y llevarlas a buen fin; por descontado, son muy trabajadores”.


(continuará...)
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« Respuesta #16 : 13 de Febrero 2005, 06:16:20 »

(continuación...)

     Cuando Odis fue presentado por primera vez ante el rey, de nombre Sabur—Schah, sin duda que se sintió decepcionado, a decir por sus palabras:

     “En el fondo, yo esperaba encontrarme con una especie de monstruo, habida cuenta de los hechos inhumanos que le han sido atribuidos. Sin embargo, no había nada de diabólico en su persona, dando la impresión de ser una persona común y corriente. Era de estatura normal, más bien delgado, y los ojos muy azules. Por toda indumentaria llevaba una camisa blanca, unos pantalones negros y unas sandalias de cuero teñidas de colorado.
     “Cuando fuimos dejados solos, me preguntó por mis viajes y mi país, a lo que yo hablé largamente de ellos. Luego, él me contó lo suyo.
     “Me hablaba con voz ronca –es posible que hubiese bebido, no lo sé-; narró, al fin, las matanzas “... que me he visto obligado a llevar a cabo, porque hay quienes se sublevan y arrastran con ellos a parte de la población; la única manera efectiva de sofocar los disturbios es eliminando el problema desde la base”.

     “Yo –comenta Odis en sus notas- encontraba todo aquello horrible... No estaba precisamente dotado de un temperamento duro, que me permitiese soportarlo todo sin pestañear ni estremecerme. Recuerdo perfectamente lo que experimenté al respecto en aquellos momentos y no me sentía en absoluto a gusto. Temblaba como si terminase de pasar por una difícil prueba.
     “He abandonado este país rápidamente, no sin notar antes la bondad de su clima y la hermosura de sus praderas, que sin embargo se ven invadidas por la maleza y las alimañas, al no haber una buena administración que estimule la producción, ni casi gente que pueda cuidar de ella, ya que la crueldad imperial alcanza a los habitantes de la ciudad como a los campesinos por igual. Antes de cruzar la frontera, sin embargo, he elevado una plegaria al Creador, invocando un poco de piedad para con estos desgraciados pobladores”.

     A todo esto ya corre el año 50 de la Hégira, y vemos a Odis que continúa su viaje avanzando hacia el Este del imperio de Sabur-Schah. Luego, ya no es posible seguir sus pasos, y las próximas noticias que de él se tienen es que ha llegado a su país, donde comenzó a realizar una completa revisión de sus notas; tarea que no llegó a completar pues a los dos años falleció en la paz del Creador, perdiéndose de manera lamentable más de los dos tercios del total de sus observaciones.
     La aventura de Odis fue el viaje más extraordinario que concibió un humano sobre la Tierra, y su espíritu de aventuras, el tesoro más grande de la Humanidad. Ahora vive en la tradición y el recuerdo, entre las nubes del cielo, con sus memorias transformadas en mitos, con sus guías convertidos en símbolos. La Humanidad ve en los seres como él a los vencedores de la Tierra, a los hombres que unieron todas las distancias.
     ¡Pero Alah es más sabio, y sólo Él sabe en qué lugar se halla el resto de sus preciosas informaciones! ¡Y únicamente Él conoce lo que Odis no tuvo tiempo de transmitirnos!

     Y nada más habló mi esposa sobre Odis y la asombrosa historia de su aún más maravilloso viaje. Así es como me llegó el turno y pude narrar lo mío, diciendo estas palabras:

     – Cuentan que en épocas de la Primera Cruzada de los ejércitos cristianos contra los turcos de Tierra Santa, vivía en la ciudad de Damasco un joven, de nombre Soleimán-Schah, que a los 25 años se vio heredero de la gran fortuna acumulada por su padre y sus abuelos, todos ellos joyeros de muy alta estima entre las clases adineradas.
     Fallecidos sus abuelos en una peregrinación a La Meca, durante la cual fueron asaltados y ejecutados, y muerto su padre algunos años más tarde al tropezar y caer el camello en que viajaba, se encontró en posesión de tres magníficos palacios y cuatro tesoros, que reunidos sumaban tanto como para cargar sobradamente a veinte caravanas de 350 camellos cada una, más cuarenta cavernas grandes como el Templo de la Ciudad Santa, llenas hasta el tope. Y esto sin contar los 2.500 libros de los que llegó a ser único y legítimo heredero, viéndose en la necesidad de construir una sala especialmente diseñada para poder contenerlos.
     Así es como, y gracias al concurso inestimable de los mejores arquitectos del reino de Scham, logró erigir el edificio más glorioso que se haya levantado jamás en país alguno en honor al saber y la cultura, con seiscientas columnas del más puro mármol blanco y otras tantas arcadas de granito negro, que sostenían una inmensa cúpula de cristal de roca transparente y azul, varias veces más inmensa que la del Templo del Domo de la Roca de Jerusalén. Alrededor de ésta, quince cúpulas más pequeñas completaban la maravillosa obra, rodeada de treinta y cinco grandes ventanales.
     Y en el centro de ese edificio ordenó construir una tarima con las mejores porcelanas; porque había pensado destinar ese edificio no solamente al cultivo del espíritu a través de la silenciosa lectura, sino también con la ayuda de la palabra hablada, que corre de una persona a otra con la rapidez del rayo. Y cuando estuvo todo listo sucedió que era el día más largo del año, por lo que decidió inaugurarla en ese mismo momento. Así es como convocó a los arquitectos, constructores y amigos, para realizar la presentación formal de la obra; dando para ello una breve explicación de cuál había sido el motivo que lo había llevado a ordenar tan asombrosa obra. Pero no hay utilidad en repetirlo.
     Al terminar la reunión inaugural, cerró la sesión diciendo:

     –Los convoco a todos para mañana por la mañana, y así continuar con esta reunión tan amena y distendida.

     Y al día siguiente, siendo muy temprano, cada uno volvió a ocupar el mismo lugar de la víspera, comenzando a hablar Soleimán-Schah en estos términos:

     –Ayer por la tarde, luego de terminada nuestra reunión en este lugar, salí a pasear por las calles a tomar el fresco, y de tal manera llegué hasta la Gran Mezquita, donde entré hasta el patio y me senté a contemplar a los demás. Y luego de observar un rato, pude reparar en la presencia de un hombre bastante anciano sentado junto a la fuente de las abluciones, que pedía limosna por Alah, y vestía bastante mal, aunque lucía un turbante bordado con hilos de plata y zafiros. Así es que me acerqué a él, y luego de las zalemas le pregunté, sin poder disimular mi curiosidad, a qué se debía la disparidad en sus vestimentas. Entonces él me respondió así:

     –¡Ah, mi historia no es una historia común ni vulgar! Porque es tan asombrosa y tan prodigiosa, que si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con espíritu atento.

     Así es que yo me dije “La experiencia de este jeique debe ser asombrosa entre todas. Lo convocaré para mañana por la mañana luego de la plegaria del amanecer”. Y así se lo hice saber, a lo que él asintió de buena gana. De esta manera es como hoy podemos favorecernos con su conversación.


(continuará...)
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« Respuesta #17 : 13 de Febrero 2005, 06:18:02 »

(continuación...)

     –Han de saber, mis queridos amigos –comenzó diciendo el anciano—, que en el pasado yo fui un gran militar; y bajo mi mando tenía a un gran ejército de cuarenta mil hombres adiestrados para todo. Y sin embargo, ésta constituía una mínima facción del total de los ejércitos. Así es como, respondiendo a uno de los ataques de los francos, pudimos adueñarnos nuevamente de la mayor parte de las ciudades de Tierra Santa, luego de lo cual nos distribuimos por las calles de las ciudades, dispuestos a repartirnos las riquezas de sus templos y adueñarnos de las mujeres. De tal manera que yo, en mi calidad de jefe, tuve la oportunidad de acaparar en mis manos a no menos de doscientas doncellas de noble origen, en su mayoría emparentadas con los reyes francos o sus principales militares o señores. Y también tuve acceso a sus palacios y casas, donde me adueñé de gran diversidad de objetos. Porque era la ciudad de Homs, y estaba muy embellecida.
     De esta manera, pues, llegué hasta el palacio de la misma reina, cuyo esposo había caído prisionero, encontrándome frente a frente con su hija, una criatura hermosamente bella en toda su candidez. Y me acometió el deseo de tener relaciones con tan hermosa mujer allí mismo y en ese momento. Pero como al principio se mostrara algo reacia, no encontré mejores palabras para decirle, que “Mira, si me aceptas ahora, mañana serás una de las mujeres más acaudaladas del reino”, con lo cual pareció serenarse y me recibió en sus aposentos, mientras mi ejército continuaba con el saqueo y la ejecución de los rebeldes.
     Así es como, luego de recatarnos tras el velo del misterio, ella me regaló el hermoso turbante que aún conservo, junto con un magnífico ropón de brocado y un par de babuchas de seda. Y más tarde aún hablamos un poco de ella y un poco de mí. Pero yo tuve especial cuidado de no revelar mi nombre ni mi importancia por temor a que ella se asustase. Así es que, al preguntarme quién era el responsable de aquella despiadada invasión, me limité a contestarle “Ha sido Ibn—Hamdún quien nos ha ordenado hacer esto, y nosotros le debemos obediencia. Si tuviera en mis manos algún poder para evitarlo, con gusto lo haría; pero soy simplemente un soldado más”. No podía revelarle la magnitud de mi importancia, pues también temía algún tipo de represalia por parte de ella.
     Y sin darme tiempo para más palabras, estalló en un sinfín de insultos e imprecaciones contra el supuesto Ibn-Hamdún, mi imaginario jefe militar, luego de lo cual exclamó:

     –¡Ah, ese maldito! Él ha ordenado ejecutar a mi padre. Si lo tuviese a mi alcance por sólo un minuto, seguro que lo ejecutaba yo misma.

     Y al presenciar semejante demostración de euforia, no pude menos que desear con el alma que se abriese la tierra a mis pies y me tragase, para escapar a esa situación tan comprometida. ¡Ah, en verdad que lo deseaba ardientemente! ¡Pues a mí era a quien deseaba ella tener para poder eliminar!
     Luego, pues, me retiré de esta habitación, aunque ella manifestara a grandes voces su pesar y tristeza, hasta que llegué a la calle. Entonces la jovenzuela dio media vuelta y cerró el palacio de un portazo. Así es como inicié mi marcha por las calles de la ciudad, esperando encontrarme con mis militares, y la tarea ya concluida... Pero lo único que pude hallar fue sus cadáveres, por cientos y miles. Inmediatamente, una duda comenzó a filtrarse en mi ánima, haciéndome reflexionar de manera siguiente:

     “Cuando ingresamos a la ciudad, ningún militar la defendió ni opuso la más mínima resistencia; a la puerta de cada casa, ni sombra hubo de alguna protección. Así, pues, ¿no cabría suponer, sin atisbo de duda, que los militares nazarenos estarían agazapados por cientos en los patios y sótanos de las viviendas? De esta manera, al abalanzarse sobre los míos, éstos estarían en una cantidad muy inferior a ellos y perecerían sin oponer resistencia al estar muy dispersos e incapacitados para defenderse de tan inesperado ataque”.

     Eso es lo que pensé, y eso parecía haber sucedido. Caminé de esta manera durante horas, hasta que alcancé a llegar a la puerta de una iglesia, en cuya escalinata me senté a descansar. Un caballo, solitario y cabizbajo, caminaba entre los muertos, chapoteando en la sangre de los míos. Poco a poco, luego de que mis sentidos se acostumbraron a ese espectáculo tan siniestro y me recuperé a medias de mi aturdimiento por tal sorpresa, comencé a oír ciertos rumores que provenían del interior del templo cristiano. Entonces reparé en que las escalinatas estaban manchadas de sangre... ¡Los ejecutores de mis soldados estaban dentro, diciendo misa! No pude dar crédito a mis sentidos, y cometí la torpeza de entrar para ver y convencerme de tal cosa. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Apenas ingresé, cuando el sacerdote me señaló con un dedo, gritando a la multitud: “¡A él, a él! ¡Aún queda uno! ¡Matadlo, que es enemigo de la religión!”.
     Por milagro escapé de allí con vida, no sin sentir antes cómo rasgaban mis vestimentas con sus armas o con sus manos directamente. Descendí las escalinatas casi volando, y logré alcanzar al caballo que había visto pasar unos minutos antes, al cual subí, con lo cual pude adelantarme a mis captores, que estaban aún fatigados por la lucha. Así es como atravesé las murallas por una de sus innumerables aberturas, y continué cabalgando llanuras y lomas, hasta perder de vista la ciudad y sus habitantes. Luego, las praderas dejaron lugar al desierto, donde creo que hubiera perecido yo también si no hubiese existido en mi ruta un mísero oasis donde pude dar de beber a mi caballo, haciendo yo igual cosa.
     Y de esta manera creo que hubiéramos secado todo el oasis, de no haber sido que nos interrumpió en la tarea un hombre muy anciano, que se acercó para hablarme en estas palabras:

     –¡Ah, mi amigo! Veo que estás en aprietos, porque nadie se aventura por estas zonas viajando solo y a caballo. Sé que vienes huyendo derrotado; tu aspecto me lo dice. Ven, quédate aquí; nadie te molestará. Hay suficiente alimento. Olvida tus obligaciones. En este lugar, el que se establece vive una vida de paz que es el preludio de la que hay en el Paraíso, aunque no encuentre a las huríes de ojos lánguidos.

     Tras la sorpresa inicial que me produjo oír aquella voz y ver ese hombre en un lugar que yo no pensaba habitado, contesté que no había llegado hasta aquí con ánimo de quedarme, sino que huía de los ejércitos francos. Tenía, pues, idea de continuar hasta Damasco.

     –Larga será tu marcha, mi amigo –replicó el anciano—. Descansa aquí unos días, que ya tendrás tiempo de seguir tu camino. Podrás reponer tus fuerzas en paz, que ningún enemigo te molestará.

     Personalmente, no me interesaba la propuesta, ni me entusiasmaba la perspectiva de quedarme en un oasis olvidado por todos los humanos. Sin embargo, y para no desalentar al anciano, acepté vivir ahí por tres jornadas. Y entonces me tocó oír la más curiosa historia que saliera jamás de boca alguna. Porque el anciano apenas cesaba de hablarme algunos minutos cada día: los necesarios para tomar sus alimentos; luego continuaba.
     Ahora ya no recuerdo gran parte de sus palabras; estoy anciano yo también, han pasado muchos años desde entonces, ¡y fue tanto lo que habló ese hombre, que apenas podía ir razonando lo que me decía! Además debía yo confiar todo a mi memoria, puesto que no tenía ningún papel donde escribir ni una frase, ninguna palabra que me rememore sus comentarios al detalle.


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« Respuesta #18 : 13 de Febrero 2005, 06:20:26 »

(continuación...)

     A pesar de todo, lo recuerdo hablándome de cómo logró huir del ataque de los Cruzados cuando hicieron su aparición en Antioquía. La matanza fue atroz: de los diez mil habitantes que existían solamente se salvaron cuatro, que huyeron en una carrera desesperada, de un oasis a otro. Uno de ellos murió en el desierto, y los otros dos en distintos lugares montañosos. Solamente ese hombre, ahora anciano y sin fuerzas, había llegado hasta el oasis en que lo encontré. Me explicó que, al ser ese un lugar muy apartado y de difícil acceso, no tenía de qué temer, además de encontrarse ya sin fuerzas para continuar.

     Sin embargo, el detalle de los hechos realmente me hizo sentir náuseas más de una vez. Cuando el ejército Cruzado se aproximaba a Antioquía, hubo algunos musulmanes que se les adelantaron y dieron la voz de advertencia en la ciudad. A pesar de todo, el poderío franco fue subestimado a lo mínimo, y en vez de organizar una mejor defensa o emprender una huida anticipada, no reinó mejor idea que adquirir abundantes alimentos y agua para poder soportar así un sitio que se suponía sería breve. Lamentablemente las previsiones fallaron, pues el ejército de los cristianos estaba integrado por veinte mil hombres, una pálida muestra de los que vendrían tiempo después; provistos, también, de grandes cantidades de comida que fueron obteniendo de los campos y ciudades ya capturados. Así, pues, y luego de una resistencia de diez meses, las reservas de la población comenzaron a escasear de manera manifiesta y no hubo otra solución que organizar una macabra selección de quiénes debían morir. De esta manera, los escasos militares de la ciudad repartían todos los días un papel precintado a cada habitante: aquella hoja que portaba un círculo blanco sobre fondo negro significaba la salvación de su destinatario por un día; y la que era totalmente negra representaba el veredicto de muerte, que era prontamente llevado a los hechos.
     Evidentemente, esto se hacía para que los sobrevivientes recibieran algo más de comida cada día. Pero indefectiblemente llegó el momento en que los alimentos ya no se encontraron; y esa fue la jornada más negra de la historia hasta ese momento: al abrir las puertas de la muralla, los francos se lanzaron al asalto de la ciudad, pasando enteramente a cuchillo a todos los pobladores, excepto a tres amigos suyos y el anciano mismo, que lograron fugarse a través de un túnel secreto de ellos cuatro, excavado desde una casa próxima a la muralla, y que lograron terminar de abrir en esos momentos tan críticos.
     Partieron luego, cada uno en un camello, dispuestos a cualquier sacrificio con tal de salvarse de los atacantes, y de tal forma se internaron en el desierto con dirección al Sur. A tres días de viajar, el más joven de los cuatro falleció al morir su caballo por la fatiga y la sed. Los demás continuaron la marcha, pero una semana después, ya encontrándose en las primeras elevaciones precursoras de las montañas de Tierra Santa, un suceso inesperado vino a dividir al pequeño grupo, separando al anciano de sus acompañantes: éstos sostenían que debían continuar por entre las montañas a través de sus valles, mientras que el anciano aseguraba que el obstáculo debía ser eludido viajando hacia el Este; finalmente, cada uno tomó su camino, y el jeique fue el único que logró salir con vida y llegar al oasis en que se radicó. Es de suponer que sus compañeros hayan muerto, pues no los volvió a ver.

     Esto es lo que recuerdo –continuó diciendo el hombre del valioso turbante— de la historia del anciano del oasis. Luego de lo cual me marché de ese hermoso, si bien que solitario lugar, hasta que llegué a Damasco, esa ciudad embellecida con los jardines y las aves, donde me enteré que ningún otro hombre de los ejércitos musulmanes había podido salvarse de la ejecución a cargo de los Cruzados. Y este es el motivo que me ha llevado a vestir de manera tan extraña y dispar, además de ser esa la razón que me impulsó a mendigar limosna. ¡Pues solo, ya no soy sino un pobre desheredado, sin alguien a quien dar órdenes ni nadie de dónde recibirlas! Tal es mi historia.
     Esto es lo que dijo el anciano a Soleimán-Schah y a toda la concurrencia de la biblioteca de su propiedad, luego de lo cual se silenció. Tras esto, la reunión se disolvió hasta el día siguiente por la mañana, y el dueño del dominio encaminó sus pasos, igual que la víspera, hacia el patio de la mezquita, donde se sentó a contemplar la gente con la esperanza de ver otro individuo extraño que le contase una historia curiosa.


(continuará...)
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« Respuesta #19 : 13 de Febrero 2005, 06:23:55 »

(continuación...)

     Así es como encontró, en el lugar que el día antes ocupara el jefe militar, a un hombre de mediana edad, que estaba vestido con un cuero de oveja apenas suficiente para cubrirle sus partes más íntimas. Estaba este individuo acostado de espaldas hacia el suelo, con los brazos muy extendidos y la cara mojada. A ratos se incorporaba, pedía alguna limosna, y volvía a tomar la misma posición, para comenzar con unos extraños movimientos de brazos y piernas, con los que se arrastraba. Y luego pedía limosna nuevamente sentado.
     Tan extraña le pareció la actitud de ese individuo a Soleimán-Schah, que se acercó a él preguntándole sobre la causa que lo motivaba a hacer algo tan descabellado en vez de trabajar; porque era un hombre que aún tenía capacidades para ello.
     Y la respuesta que recibió no fue menos original que el individuo de quien emanó:

“Te arrastrarás de espaldas
como en el agua lo hace el pez,
 mojada con agua
tendrás la tez,
no cubrirás tu cabeza
con el hermoso fez,
 ni lavarás tu cuerpo
aunque sucio lo ves”.

     “Mi historia, amigo, es tan extravagante y loca, que ya nadie la cree ni repite aunque yo la jure por sobre toda mi miseria, que es la mayor del mundo. Si quieres divertirte oyéndola, dame una limosna, y otra más, y aún una tercera muy pequeña. Luego hablaré”.

     Y mientras eso decía, no cesaba de agitar los brazos y piernas, mojando su cara y toda su cabeza en la fuente de las abluciones. Entonces le dio lo que él solicitaba, y lo citó para el día siguiente al amanecer, en la sala de la lectura y las conferencias.
     Llegado, pues, el momento de narrar la historia a toda la concurrencia, este extraño hombre se comportó con el mayor de los aplomos y con una intachable seriedad frente a todos sus oyentes, diciendo esto:

     “¡Ah, mis amigos!... Mi experiencia en este mundo no es nada común, y para el que la escuche, será fuente de enseñanza y muy importante lección para todos.
     “Yo nací en la bella ciudad de Alepo, y allí pasé mi infancia y primera juventud. Un día, cuando contaba unos doce o trece años, una adivina les auguró a mis padres que yo sería un hombre muy poderoso durante cierto tiempo, con muchas personas bajo mi poder, pero que luego fracasaría estruendosamente y me vería reducido a la miseria más grande. Y luego recitó la mujer estas palabras:

“Te arrastrarás de espaldas
como en el agua lo hace el pez,
 mojada con agua
tendrás la tez,
no cubrirás tu cabeza
con el hermoso fez,
 ni lavarás tu cuerpo
aunque sucio lo ves”.

     “Y nada más dijo aquella misteriosa mujer.
     “Pero pronto anidó en mi corazón el amor hacia las batallas, y de esta manera fui escalando posiciones en el ejército imperial, hasta llegar casi a lo más alto, momento en el cual los francos hicieron su aparición en Tierra Santa.
     “Sí, en mis épocas de mayor esplendor yo fui un poderoso militar que tenía al mando a un ejército de veinte facciones, cada una de las cuales estaba integrada por diez mil soldados adiestrados para todo; y era mi deber el indicar sus actividades, entre guerra y guerra, de manera que los entrené hasta “sudar sangre”, de tanto que les exigía. Tal vez me excedí, pero era la única manera que tenía yo en aquella época de hacerme respetar. Y debo confesar que, en las batallas, nadie me falló.
     “Pero no constituía, con mis legionarios, más que la tercera parte de todo el ejército imperial, no debiendo yo dar declaraciones más que a nuestro jefe, hagg Abú-Giafar Abdalah, que a su vez rendía cuentas únicamente al emperador en persona.
     “Así es como llegó el primer grupo de Cruzados, tomando ciudad tras ciudad, sembrando el pánico entre pueblerinos y campesinos, y nosotros reaccionamos a esta agresión al Imperio y a la Fe tan pronto como nos fue posible, sitiando a las ciudades invadidas y forzando a la rendición a los enemigos.
     “Sin embargo, y a pesar de mis recomendaciones de humanidad para con los vencidos, mis soldados se abandonaron a una cruel matanza, vengando la sangrienta derrota acaecida a nuestros hermanos musulmanes de las ciudades atacadas. Bien es cierto que les di orden de ejecutar a los principales jefes, pero ellos extendieron este permiso a casi todos los cristianos, dejando apenas a los más debilitados o los heridos. Y así continuamos, ciudad tras ciudad, hasta que los francos fueron diezmados casi por completo de nuestro Imperio. ¡Pero todo esto, y sobre todo lo último, muy en contra de mi voluntad! No tenía reales intenciones de exterminarlos.
     “Hasta último momento continué pensando en una conversión inesperada por parte de los francos ...”

     Durante los días postreros de estas batallas, con sus milicias extenuadas y reducidas a la más mísera de las expresiones, se lanzó a los caminos de la derrota, seguido por los pocos esbirros que le quedaban. En Acre, en Hebrón, vio traslucirse en las caras de sus acólitos, a las que conocía bien, una expresión totalmente nueva, el deseo ardiente de verle desaparecer. Una especie de horror místico, en el que se conjugaba el miedo con la hipocresía, empezaba a crear el vacío en torno suyo. Ante sí se alzaba el antiquísimo anatema que persigue a todo verdugo. Fue hasta Tiro, en la costa del mar, donde se había refugiado el alto jefe de todas las milicias, hagg Abú-Giafar Abdalah. El jefe le ofreció un sorbete y acortó la visita lo más posible. Ibrahim, escoltado por sus secuaces, se lanzó al monte de los cedros libaneses; tenía cierta idea –él, que nunca había sido soldado, jamás había avanzado con el ejército enemigo pisándole los talones, que no había combatido más que contra los vencidos que debía rematar—: la de convertirse en guerrillero. Entonces, ante tanta ceguera, uno de sus principales subalternos, Akil, solicitó hablarle a solas: “Capitán –dijo él—, usted está señalado como criminal. Nosotros no. Hemos discutido esta cuestión a fondo. Creemos que haría un gran favor a todos sus camaradas dejándonos y nombrando a otro comandante”. Así fue como Ibrahim se enteró –¿pero comprendió realmente todo lo que implicaba?— que los suyos le habían rechazado de forma definitiva.

     “Así es como el camino del Destino me condujo hasta Damasco, donde he hallado la paz en el desconocimiento de sus habitantes y en la mayor de las miserias, que vela y oculta todas las identidades”.


     Esto dijo a toda la concurrencia el segundo hombre original que Soleimán-Schah encontrara en el patio de la mezquita. Y ninguna otra palabra relacionada con su historia pasada o su situación actual volvió a pronunciar este hombre, llamado Ibrahim.
     Así es como la asamblea se levantó hasta la mañana siguiente. Y entonces Soleimán-Schah se dirigió nuevamente hacia el patio de la mezquita, como lo había hecho los días anteriores; e inmediatamente vio a dos hombres, uno de ellos con barba más blanca que el otro, reunidos junto a un pequeño árbol, plantado sin duda ese mismo día, y que lamentaban a grandes voces su desdichado destino.


(continuará...)
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