Aun recuerdo aquel tiempo de otoño
en que bajo la penumbra de un farol
garabateé en trazos gruesos sobre un muro
que renunciaba eternamente al amor
quedando la pintura húmeda
en los frontales del paredón
donde se fusilan a los románticos.
Pasa el tiempo, llegó la lluvia,
la pared quedó sin abrigo en el invierno
sólo ella y sus inscripciones permanecen.
Mientras, los paseantes escépticos, observan de reojo,
a veces ríen, a veces se entristecen,
como si viesen almas en pena
que van bordeando la acera,
vagando entre letras y promesas.
Y llega el verano, y las tórtolas adornan
la pared y las letras olvidadas,
y las manos que las escribieron
se han vuelto temblorosas, torpes, cautivas,
porque no pudieron renunciar,
no cumplieron su palabra,
sucumbiendo de nuevo a cupido,
el inquilino perpetuo del corazón.
Y ahora es imposible borrar lo escrito,
como imposible es no sentirse enamorado
cuando esa especie de duendecillo
te golpea por la espalda, en las noches,
incluso en cada momento en que respiras.
El amor que entra por la garganta
como bocanadas de pasión
que el pecho ya jamás exhala,
encendiendo los pulmones, llenos,
para nunca volver a vaciarlos.
Y junto al muro, una música suena,
“Yo fugitivo en la ciudad
prisionero de estas ansias de amar
y el asfalto que me quema, que me quema al mirar”
y por el asfalto arrastro mis letras, el amor, la vida.
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