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PeterPaulistic@
   
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Soy Celta, estoy feliz.
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« : 5 de Diciembre 2006, 03:46:29 » |
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El escritor peruano Santiago Roncagliolo reflexiona en torno al resurgimiento de los glúteos:
El efecto decorativo de los glúteos se percibe con especial intensidad en talleres mecánicos, camerinos de estadios y cajones de velador de adolescentes con acné. Está demostrado científicamente que 98,8 por ciento de los locales mencionados luce un tapizado basado en el tópico del trasero femenino (el restante 1,2 por ciento está cerrado o en reformas). La mitad de ellos está completamente forrado de c*l*s que, como planetarios de apetecibles cuerpos celestes, convierten esos lugares en altares dedicados al carnoso umbral del interior de una mujer.
El valor ornamental del c*l* es universal. Se le encuentra en cualquier país sin importar su religión u origen étnico. Recordatorios del sentido de la existencia, estimulantes para trabajar con más ahínco, objetos de un culto pegajoso y solitario, las nalgas proliferan por las paredes incluso más que las ventanas. ¿Pornografía? ¿Incapacidad masculina para relacionarse en un nivel más significativo? ¿Onanismo barato? Para un observador reflexivo, es sólo cultura.
Y es que, aunque el hombre ha tratado de disimularlo, la perfecta circularidad del órgano en cuestión ha inspirado la historia del arte desde su más tierna infancia. Los griegos dedicaron un templo a Afrodita Calipigia, cuyo apellido designa precisamente el motivo de su divinidad: tener un lindo trasero. Las estatuas la retratan mientras se desviste, girando medio cuerpo para regocijarse en la contemplación de su bello don. Y ella fue sólo la precursora. A lo largo de la historia, el arte ha manifestado de muchas maneras su fascinación por salva sea la parte, incluso en momentos de censura y persecución.
Obsérvese El nacimiento de Venus, de Botticelli, o las bacanales de Tiziano. Cualquier caballero, al analizar estos retratos femeninos, se siente conmovido en su sensibilidad viril y no puede evitar exclamar: "¡qué porquería de pechos!". Mustios, imperceptibles, apenas brotando del tórax como regordetes gusanillos, los pectorales renacentistas muestran lo poco que significaron las tetas para los maestros del oficio. Apenas resultaban más atractivos que un brazo o un cuello.
En cambio, las caderas de las mujeres renacentistas sugieren unas postrimerías amplias, desafiantes y, a pesar de todo, ocultas, misteriosas, invisibles. Las pocas féminas que aparecen de espaldas están casi siempre sentadas, dejando adivinar apenas el desparrame de sus sólidas bases a ambos lados de su frontera divisoria. Ese pudor, debido sobre todo a la censura de la Iglesia, se mantuvo hasta el siglo XIX. La maja desnuda, de Goya, continúa repitiendo el modelo del ensanchamiento al medio.
Mujeres con un gran eje central sobre el que gravita toda su personalidad pero que permanece más allá de lo evidente: es la figura del c*l* como inconsciente freudiano. Aquello que nadie ve pero que forma la esencia de lo visible. Y por supuesto, aquello de lo que no se habla: el c*l* como tabú. En el fondo, los pintores de la Edad Moderna comprendieron que el c*l* es nuestra diferencia específica, la esencia del ser humano. Algunos monos tienen un pulgar oponible. Los delfines son inteligentes. Los elefantes tienen memoria. Lo único que nos distingue sin lugar a dudas de las demás especies animales es ese par de rollizas protuberancias que sólo puede ostentar un bípedo implume y sin rabo que no necesita de las manos para sostenerse.
Hoy, a salvo ya de la prohibición eclesiástica, esa idea del hombre como c*l* ha dado un impulso renovador a los estudios culturales. Nuevas teorías sostienen que la impronta del trasero se deja sentir incluso en los aspectos más insospechados de la historia humana, como el desarrollo de la ciencia y la técnica: ¿Qué es la popa de un barco sino una metáfora de los glúteos como el lugar de viaje hacia lo desconocido? ¿Y los focos de luz? Podrían haber sido cilíndricos o cónicos, pero representan la nalga incandescente que ilumina la noche de nuestra intimidad. Los ejemplos se multiplican: jarrones, guitarras, reactores nucleares, toman su forma del órgano que más honda huella ha impreso en la imaginación de nuestra especie.
El c*l* también tiene un valor espiritual que sus detractores han tratado de negar por todos los medios. Pero las señales están ahí para el que las quiera ver: en estos tiempos de crisis de fe, los canales marginales de todo televisor que se respete están ocupados por predicadores evangélicos y películas para adultos. Es un momento de transición. Poco a poco, los templos van dejando paso a los videoclubs. Las horas de ceremonia se desplazan progresivamente hacia la madrugada.
Asistimos al renacimiento religioso del trasero.
SANTIAGO RONCAGLIOLO
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