El monstruo

Blanquita correteaba alegre por el parque jugando a perseguir a Chocolate. A unos metros, Papá extendía el mantel mientras Mamá sacaba la comida de la nevera. La idea de celebrar el cumpleaños de la pequeña con una merienda al aire libre había sido todo un acierto. Blanquita, cansada tras alcanzar finalmente al animal, se tumbó en el césped: el sol lucía en el cielo, y el agradable calorcillo que desprendía hizo que poco, la joven se fuese adormilando dulcemente.

Blanca despertó. De golpe, la oscuridad se vio rota por los primeros rayos de sol, que entraron por la ventana del diminuto cuartucho. La vieja cama y el sucio armario impedían que este lugar de frías y desnudas paredes pudiera ser llamado habitación. Apenas eran las seis de la mañana, pero para ella el día comenzaba mucho antes que para sus compañeros de clase. Antes de ir al colegio, debía limpiar todo lo que Él había ensuciado la noche anterior.

Las botellas de alcohol se encontraban esparcidas por el salón. Él había decidido ahogarse en vodka, whisky… Cualquier cosa que le ayudara a olvidar el infierno en el que se había convertido su vida desde aquel día en que llamaron del Hospital para darle la peor noticia de su vida.

Blanca recogió sigilosamente los vidrios rotos que el Monstruo dejó anoche cuando el etílico elemento inundó sus venas y le transformó. Ella había tenido que madurar a la fuerza y era demasiado inteligente para su edad, pero aún así no alcanzaba a comprender por qué él hacía eso. Sabía por los cuentos que su madre le leía por las noches que los monstruos eran seres odiosos que no eran capaces de conocer el amor. Ahora, Mamá no estaba y Papá ya no era Papá.

A unos metros de ella, el Monstruo dormitaba encima de un sofá. Blanca sabía que no debía despertarlo, si no, Él volvería a enfadarse con ella. Aguantando el agudo dolor que recorría cada poro de su piel, la joven se agachó para terminar de recoger los cristales rotos.

Frente al espejo, ella miró su cuerpo desnudo. Los moratones de la semana anterior apenas se veían ya, pero ayer el Monstruo volvió a vencer fugazmente su frustración a golpe de cinturón. Los de la espalda eran los más grandes, el morado de las heridas cruzaba desde el cuello hasta casi la cadera. Aunque el dolor era intenso, ella ya se había acostumbrado, no había tenido más remedio que comprender que tendría que vivir con ello. Sin embargo, lo que más le dolía a Blanca no era el resultado de los estallidos de la correa sobre su débil cuerpo. Lo que más le dolía era pensar que había tenido que aprender a vivir sin Mamá, y si el Monstruo no salía pronto de Él, también sin Papá.

Cuando estuvo lista, cogió su mochila y se dispuso a salir. Abrió la puerta y sin esperarlo, Chocolate se lanzó sobre ella tumbándola sobre el césped. Blanquita miró al cielo: el sol lucía en el cielo, y desprendía un agradable calorcillo que entraba placenteramente en su cuerpecito.