EL JURAMENTO HIPOCRÁTICO
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PRÓLOGO
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10 de Octubre de 2.006, en algún lugar del Sudeste de España
Son las 6.45 a.m.
La bala había entrado por su costado derecho y le había atravesado el hígado para romperle la última costilla izquierda y quedar impactada en el marco de la puerta. Allí la veía mientras en el suelo se apretaba el enorme agujero de su vientre con la mano izquierda.
Sabía que estaba muerto. Por su condición de médico había visto muchas heridas como la suya; y las había visto siempre en el depósito de cadáveres.
El sueño dulzón que empezaba a invadirle era la anestesia que iba a llevarle sin dolor hasta el otro lado.
Pero lo peor no era la muerte. Al cabo, de tanto convivir con ella, ya había asimilado hacía mucho tiempo la inexorable realidad de la condición mortal. Lo que realmente le jodía, aún en esos momentos, era no poder decir al mundo lo que sólo él sabía. Un secreto tan antiguo como el mundo y tan terrible como...
- Bien, - pensó -, quizá sea mejor así. Quizá sea mejor que el Apocalipsis llegue por sorpresa. Al menos no sufrirán de antemano...
Su último pensamiento fue para su hija Helena.
- Ojalá hubiéramos tenido más tiempo.
Y llegó la oscuridad..., y ya no hubo más tiempo.
A un par de metros de distancia, la oscura figura demoró la vista sobre los ojos muertos del doctor. Le fascinaba cómo la muerte cambiaba el aspecto de las personas y, sobre todo, disfrutaba con el poder de decidir quién y cuándo debía morir. Y el doctor sabía demasiado para vivir ni un minuto más.
En apenas un par de horas, Irán iba a lanzar 24 misiles balísticos de largo alcance sobre Israel, Turquía, Londres, París y Berlín. Todos ellos dotados de cabezas nucleares.
El Armageddon estaba a punto, y la Bestia sabría recompensar debidamente a sus leales servidores. Y él lo era. El mejor de todos.
